¿Que celebramos?

septiembre 15, 2022


A los estados liberales les gusta celebrar el absurdismo y Honduras no es la excepción, a partir de la segunda mitad de todos los años empiezan a conmemorarse las «fiestas cívicas», empezando en el mes de julio con dos fechas dedicadas a celebrar el «ser hondureño». El 14 de julio se celebra el Día de la hondureñidad y la democracia (risas) y el 20 de julio el Día del Indio Lempira. Estás fechas, como todas las celebraciones decretadas por el gobierno, se celebran por simple costumbrismo, a nadie le interesa su origen y significado, cosa que es entendible pues estas invenciones meramente burocráticas no representan nada especial para la población. Pero las incógnitas ante estas fechas son las siguientes: ¿Que es la hondureñidad? ¿Tiene relevancia este concepto? ¿Qué es ser hondureño?

El 14 de julio se celebra el Día de la Hondureñidad para recordar la guerra contra El Salvador de 1969 y los «valores democráticos» que deben prevalecer, según Decreto del 18 de septiembre de 1969:

«Que como consecuencia de la criminal y alevosa agresión perpetrada por El Salvador en perjuicio de la Soberanía, el honor e integridad territorial de Honduras, el 14 de Julio de 1969 se produjo espontáneamente LA UNIDAD DEL PUEBLO HONDUREÑO, identificándose en un solo haz de sentimientos, voluntades y esfuerzos con las gloriosas Fuerzas Armadas de la Nación...»

Y es que como todo lo creado por estos gobiernos liberales, esta fecha también surgió sobre bases artificiales, pues se quiso crear un supuesto sentimiento patriótico recordando un conflicto que no tuvo ningún beneficio para el país. Mientras se condenaba el perjuicio a «nuestra Soberanía» por parte del pueblo salvadoreño, el gobierno de aquel entonces encabezado por el General Oswaldo López Arellano acataba sumisamente cualquier orden de la United Fruit Company. Su reforma agraria no benefició a la gran masa de campesinos sin tierra que habitan el interior del país y de paso sirvió para quitarle varias hectáreas de terreno y otras propiedades a familias salvadoreñas que legítimamente habían sido adquiridas por ellos a base de esfuerzo y trabajo duro, luego esas tierras fueron entregadas a la compañía bananera, a compadres políticos y a la ya compactada élite árabe-palestina y judía que había adquirido poder en las décadas anteriores.

Ha sido común en la historia de Honduras obedecer servilmente las órdenes de una potencia extranjera o alguna de sus empresas multinacionales, mientras se agrede a un país vecino, y que mejor forma de hacer que la población odie a sus vecinos que inyectarles una buena dosis de patrioterismo barato e irracional.

Nuestro nacionalismo es un nacionalismo sintético, pues nace con la idea de Honduras como Estado-Nación y Honduras como todos los países de Centroamérica nació de la balcanización de esta región tras la independencia del Imperio Español. Es por eso que lo que llaman «hondureñidad» es un concepto subjetivo, pues cambia de acuerdo a los intereses del gobierno de turno, a los intereses de las élites, al rumbo que esté tomando la política internacional, a los designios del mercado y a otros factores externos.

Al ser Honduras un Estado artificial, su clase dirigente siempre ha querido moldear la identidad nacional de acuerdo a sus aficiones e intereses políticos. En las primeras décadas tras la independencia de España las élites locales solo se dedicaron a copiar las ideas liberales más rancias, ignorando totalmente las circunstancias y problemas particulares que aquejaban al resto de la población, pues las masas de indios y mestizos pobres solo eran peones reemplazables que les servían como tropas para sus respectivas facciones políticas. Este mismo patrón se repitió en la Reforma Liberal de Marco Aurelio Soto y Ramón Rosa, que se limitaron a formar una identidad nacional en base a ideas provenientes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos y, como era lógico, nada terminó como algo concreto; solo enriquecieron sus bolsillos y allanaron el camino para que el país se volviera la tierra prometida de las multinacionales yanquis y posteriormente de cualquier inmigrante sin escrúpulos y ajeno a la región centroamericana.

Luego, el 20 de julio, se celebra el «Día del Indio Lempira», personaje mitificado y creado, como los demás próceres, ante la necesidad de tener un «Panteón de héroes» que diera algún sentido de identidad y unión al país. En la figura del Indio Lempira se condensan el victimismo y frustraciones del hondureño, pues su figura sirve para justificar de que «luchamos, perdimos, y por culpa de los invasores españoles ahora nos va mal, no es culpa de mi actuar que todo me salga mal». Lo más irrisorio de esta celebración es que carece de sentido, pues el Cacique Lempira era un jefe lenca que simplemente estaba defendiendo a su tribu; Honduras como Estado-Nación ni siquiera existía en ese momento, y para rematar, en los días previos de la llegada de los españoles a esas tierras, Lempira se encontraba luchando contra otras tribus lencas.

A la intelectualidad burguesa sólo le importa el indio muerto, el indio de hace 500 años, un indio idealizado que sólo existe en sus mentes, el indio del presente para ellos no existe, ese indio sin tierra (arrebatadas sus tierras en la Reforma Liberal) que subsiste en las montañas más recónditas del país, abandonado a su suerte es un estorbo para su discurso, pues el indio del presente es un rezago de la premodernidad que aún habita como un fantasma entre nosotros, resguardando lo poco que queda de tiempos pasados que fueron más puros y menos sintéticos.

Qué decir de las festividades de septiembre y octubre, cuando la intelectualidad burguesa hace gala de sus más rancios discursos e ideas llevando las celebraciones patrias a niveles más que circenses. Estas son las fechas más vacías y carentes de sentido, pues surge la pregunta: ¿de qué se independizó Honduras? De un Imperio que a pesar de todas sus falencias y desaciertos (que se agravaron a partir del periodo de los Borbones), le dio un sentido de pertenencia a sus súbditos, para luego de 1821 pasar a ser esclavos de la banca inglesa gracias a la ambición de sus élites criollas que envolvieron a Centroamérica en cuitas sin sentido, balcanizándola y enemistando a las masas de pobres campesinos e indios, obligándolos a luchar en facciones dirigidas por caudillos que solo se guiaban por intereses personales. Al hondureño promedio lo tiene sin cuidado si es independiente o no, vive inmerso en su agitado día a día, en la miseria en la que está sumido gracias a sí mismo y a sus gobernantes, en sus vicios y en sus placeres efímeros. Lo que lo atrae de estas fechas es el bullicio, el morbo y los desfiles en donde puede satisfacer su degenerada mentalidad al ver a adolescentes mover sus muslos al ritmo de frenéticas canciones de reguetón adaptadas a tambores y liras, y de paso consumir sin sentido; hasta la bandera nacional con su nuevo tono de azul y las telas de los uniformes que se usan en los desfiles, están fabricados en maquilas pertenecientes a algún norteamericano, coreano o «turco», pues el comerciante y empresario extranjero no descansa en estas fechas y agradece el estado de enajenación en el que está sumido el hondureño en estos «días cívicos».

Y el 3 de octubre se celebra el natalicio del «excelso» General Francisco Morazán, convertido en un semidios por Marco Aurelio Soto y Ramón Rosa en la Reforma Liberal del siglo XIX. Antes de estos años Morazán sólo era visto como un caudillo más de los que abundaron tras la independencia, un caudillo que usó a grandes masas de humildes campesinos para beneficio propio, pues mientras estos últimos aguantaban penurias en las campañas Morazanistas, su General se convertía en un importante magnate de la caoba comerciando con los ingleses, autoentregandose concesiones de tierras que iban desde el Valle de Sula hasta las costas misquitas cerca de Brus Laguna, y gastando el patrimonio que su esposa Josefa Lastiri heredó de su exesposo. Gracias a las campañas e ideas de Morazán las diferencias entre las diferentes facciones de las provincias centroamericanas se acentuaron y terminaron separándose en pequeñas naciones sin ningún valor geopolítico, que fueron presa fácil del ave de rapiña inglés y posteriormente de la ambición yanqui que aún mantiene su dominio sobre la región.

El hondureño día con día demuestra que no quiere ser hondureño, ¿y quien le puede recriminar eso?, pues la inclemente realidad nos dice que ser hondureño no significa nada, es un concepto carente de sentido, por eso ocupa de ciertas fechas que despierten su parte más visceral e irracional y lo hagan gritar unos «¡Viva Honduras!», como labrándose su camino hacia una hondura, hundiéndose en lo absurdo de no tener una patria, de no tener una comunidad o algo trascendente por lo que luchar y vivir.




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