Honduras gentrificada: país en venta, gente afuera
julio 19, 2025Es casi tierno si no fuera
trágico lo ajena que parece Honduras al fenómeno de la gentrificación. Mientras
en México hay marchas, pancartas y hasta vidrios rotos por culpa del turismo desmedido,
y en España los vecinos pintan paredes con “tourists go home”, aquí seguimos
creyendo que tener más gringos es sinónimo de progreso. En ambos lados del
Atlántico ya entendieron que la gentrificación es una forma elegante de
expulsarte de tu propio barrio. Pero en Honduras… ni sospecha. Como si
estuviéramos en Marte, viendo pasar la historia sin entender que ya nos
atropelló.
Porque sí, la gentrificación ya
está aquí. No es teoría ni exageración: se llama Roatán, se llama Útila, se
llama alquileres imposibles y salarios de miseria. Y mientras el país entero
bosteza, los precios suben, las playas se cercan y los isleños son desplazados
en silencio. El fenómeno, que ya es brutal en las islas, se está exportando al
continente como si fuera un modelo a imitar. Y lo más grave no es que esté
ocurriendo. Es que nadie lo está nombrando. En Honduras, la gentrificación
avanza como un cáncer sonriente: silenciosa, rentable y con WiFi.
Durante décadas, Honduras fue el
patio trasero de Centroamérica. Pobre, ignorado, útil para el saqueo y el
olvido. Pero el neoliberalismo tiene maneras elegantes de vestirse. Ya no
llegan conquistadores con espadas ni militares con gorra: ahora aterrizan
jubilados con pensión extranjera, influencers de TikTok y empresas con promesas
de “sostenibilidad”. El nuevo rostro del despojo se llama gentrificación. Y
Honduras, como siempre, llega tarde… pero llega con fuerza.
La historia se repite. Primero
son los barrios céntricos. Luego las zonas turísticas. Después, todo lo demás.
Tegucigalpa, San Pedro Sula, Copán Ruinas, Valle de Ángeles. Y el epicentro
caribeño del experimento: las islas. Roatán y Útila, una vez tierras de
pescadores y comunidades negras, hoy son vitrinas neoliberales pintadas de
colores tropicales, pero con acento extranjero.
Colonización 2.0: palmeras, yoga y Visa Platinum
Compran tierra barata (gracias a
la necesidad o a la corrupción local), construyen hoteles, restaurantes,
centros de buceo. Todo sostenible, todo inclusivo, todo para “mejorar la
comunidad”. Claro, siempre y cuando la comunidad original desaparezca. Porque
cuando la renta de una casa en Roatán cuesta más que el salario mínimo
nacional, no es “progreso”, es expulsión.
Whitedurans: Los primeros gentrificadores y complejo de
salvadores
Sí, los conoces. Son esos
hondureños de tez clara, apellido europeo y cuenta de Instagram con frases en
inglés. (gringos de agua sucia) Hablan de Honduras con un amor condescendiente. Te dicen que el país
tiene “potencial”, pero solo cuando lo ven desde una terraza con vista al mar y
tragos con piña importada. Habitan Roatán, Útila, West Bay… o al menos se
proyectan desde ahí. Se sienten ciudadanos del mundo, pero solo del mundo
anglófono, claro.
Estos Whitedurans no solo hablan
en inglés: piensan en inglés. Te atienden en hoteles donde un compatriota solo
entra como empleado. Postean en redes sobre lo maravilloso que es “Honduras”,
pero sin mencionar ni una palabra sobre los garífunas desplazados, los isleños
empobrecidos o las tierras vendidas con firmas ilegítimas. Te miran desde
arriba. Desde sus condominios con guardias privados, desde sus muros de 5
metros que aíslan al resto del país. Se casan con extranjeros, sueñan con que
sus hijos “no tengan que vivir aquí” y te hablan como si tú fueras el problema,
por vivir lejos del mar y no hablar como ellos. Su Honduras no es tuya. Es una
copia mal traducida de Miami Beach, donde hasta el español les incomoda.
Pero los Whitedurans no salieron
de la nada. Son hijos en sangre y en espíritu de los criollos: esa casta
histórica que siempre ha tenido el verdadero poder en este país. Los criollos,
los eternos endofóbicos, los que no necesitan disfrazarse de dictadores porque
ya nacieron con todo firmado a su favor. Hoy, disfrazados de buenistas, se
reinventan: ahora son místicos, esotéricos, amigos de la Pachamama. Practican
yoga, escriben sobre sus “despertares espirituales” en fincas en Intibucá y se
autoproclaman aliados de los pueblos originarios... hasta que hay que ceder
tierra o privilegios.
Aman a los indígenas… como símbolo. Aprecian a
los negros… como postal. Pero si su hija se enamora de un mestizo de barrio,
invocan su linaje europeo y se les activa el ADN colonial. Ven feo al mestizo,
al pobre, al que huele a bus de ruta urbana. En cambio, si un europeo les
sonríe, se casan en el acto. Hablan de inclusión mientras construyen
condominios con vista al mar y seguridad privada. Se sienten iluminados,
elevados, especiales. Y te lo escriben en libros de autoayuda encubierta donde
narran cuánto han “contribuido al país” desde su burbuja privilegiada. Solo les
falta titularlos “Cómo sanar Honduras con respiración consciente y batidos de
kale”.
En ese desalojo encubierto que
ocurre en las islas, tanto criollos como Whitedurans han jugado un papel
crucial. No con excavadoras, sino con hashtags, con “eco-hostales” y con
discursos de sostenibilidad que maquillan el despojo. Suben el precio del agua,
bajan el acceso a la playa, y te dejan sin tierra mientras sonríen para una
selfie con filtro cálido. Te bendicen con frases new age mientras te echan del
territorio con contratos que ni siquiera están en español. Son los agentes de
una limpieza de clase disfrazada de cosmopolitismo.
No son una anomalía: son la versión 2.0 del
criollo ilustrado. No necesitan Estado ni uniforme militar. Les basta un buen
plan de datos, una visa vigente y una red de expatriados que repiten la misma
fantasía tropical en todas partes. Su revolución no es política: es estética,
emocional, digital. Y en su Honduras ideal, vos no entrás. Porque vos
desentonás. Porque vos no hablás como ellos, ni vestís como ellos, ni tenés el
color de piel ni el pasaporte correcto. Porque vos les recordás el país real
del que tanto han huido, incluso cuando aún viven aquí.
Pero el fenómeno no se limita a
las islas. Existe un tipo particular de gentrificación discursiva que ya tiene
su propio ejército de promotores: los criollos desde el extranjero. Aquellos
hondureños que han hecho vida en países anglófonos o europeos y que, desde
allá, desde sus cafés orgánicos en Copenhague o sus coworkings minimalistas en
Ámsterdam, se sienten con la autoridad suprema de decirte cómo deberías
sentirte, hablar y, sobre todo, criticar.
Tú señalás la gentrificación,
denunciás los desplazamientos, advertís sobre los Whitedurans y su festival de
superioridad... ¿y qué recibís de estos criollos globalizados? Un sermón. Una
cátedra gratuita de moral expatriada. Te explican que estás equivocado. Que ver
el fenómeno de forma crítica es “dividir”, que estás “desinformado”, que “no
todo es blanco y negro” (aunque paradójicamente defienden a los blancos con una
pasión monocromática). Desde allá, desde su cuarto piso con calefacción central
y beca de posgrado, te explican Honduras con la suficiencia de quien ya no la
vive, pero aún se cree dueño del relato.
Ellos no están aquí, pero saben
más que tú. Han leído a autores en inglés, han tomado cursos de desarrollo
sostenible en universidades con siglas impronunciables, y eso en su lógica
colonial interna los convierte en portavoces legítimos de lo que debería
pensarse sobre Honduras. Son los evangelizadores del “buenismo exportado”, esos
que no conocen los precios de un bus en Tegucigalpa, pero sí te pueden recitar
las políticas de turismo inclusivo de Islandia. Te hablan del país como si
fuera un experimento académico. Para ellos, Honduras es una categoría en su
tesis, no una realidad vivida.
Los Whitedurans de ambos lados
del océano se respaldan mutuamente. Hablan el mismo inglés afectado, repiten
las mismas palabras de moda, flirtean con los mismos europeos y comparten un
desprecio silencioso hacia el hondureño que no encaja en su mundo pulido.
Cuando alguno compra una casa en Roatán, no lo consideran desplazamiento: lo
celebran como un “logro personal”. Y si alguien osa criticar, los criollos del
extranjero salen al paso desde cualquier rincón digital, listos para tacharte
de resentido, ignorante o, peor aún, de “enemigo del desarrollo”.
Estos nuevos colonizadores
(Proto-anglos) del relato no necesitan botas ni armas. Les basta con un perfil
de LinkedIn impecable, una columna en algún medio boutique sobre “identidad y
resiliencia”, y una tribuna virtual desde la cual retuitean a ONGs que jamás
pisarán un barrio popular. Se autoexiliaron, pero actúan como si aún tuvieran
el monopolio de la verdad. Desde su pedestal geográfico, nos dictan qué debemos
agradecer, qué aceptar y, sobre todo, qué callar.
En el fondo, son la prolongación mental de los whitedurans isleños. Mismo desprecio, diferente acento. Mismo elitismo, diferente postal. Y juntos desde las islas o desde Europa nos empujan hacia un país hecho a su imagen: uno en el que la voz crítica es incómoda, y el que no aplaude el show turístico de Honduras debe callarse, por pobre, por bruto, por “negativo”.
Roatán: ¿Isla caribeña o
colonia flotante?
Roatán, en 2024, rompió récords
turísticos: más de 1.7 millones de visitantes de crucero. Todo suena bien…
hasta que uno habla con los isleños. ¿Qué ha dejado esa cifra para ellos? Nada.
Solo más tráfico, más basura, más inflación, más desarraigo. Porque mientras
los turistas se broncean en West End, los locales luchan por comprar frijoles a
precios que suben cada semana.
Y mientras la clase política
celebra estos “logros”, Roatán se convierte lentamente en una zona autónoma de
facto. Basta caminar por Coxen Hole o French Harbour para ver cómo las cadenas
internacionales han desplazado negocios locales. La ZEDE Próspera ese
Frankenstein jurídico representa la culminación del sueño libertariano: un
Estado dentro del Estado, donde la ley hondureña vale lo que un billete mojado.
Allí, los inversionistas tienen
exenciones fiscales. Los isleños, deudas. Los extranjeros tienen propiedades
frente al mar. Los garífunas, denuncias y amenazas. Porque protestar por tu
tierra en Honduras sigue siendo un delito... si no tienes acento gringo.
El discurso del “desarrollo”: una farsa con WiFi
En San Pedro Sula, barrios como
Los Andes y el centro se remodelan para atraer a la nueva élite urbana. En
Tegucigalpa, el Centro Histórico es una postal intervenida donde los pobres
estorban. Eventos como “Vuelve al Centro” promueven cultura boutique, cafés de
diseño y ferias de artesanía cara. Pero debajo del barniz, hay exclusión. Las
tarifas, las normas, los códigos no escritos dejan fuera al verdadero habitante
de esos barrios.
El mismo patrón se repite:
renovación sin justicia, inversión sin inclusión. El Estado aplaude, las élites
brindan, y el pueblo observa o huye.
Despojo con vista al mar (y cóctel en mano)
El despojo en Honduras ya no
necesita armas. Ahora basta con una ley, una hipoteca o una plataforma de
reservas en línea. Las playas de Trujillo, Tela y Roatán ya no son lugares
comunitarios: son vitrinas. La cultura garífuna se vende como souvenir,
mientras las voces que la defienden son silenciadas, o criminalizadas.
Y cuando los pocos que resisten
alzan la voz, se les acusa de atrasar el “progreso”. De no entender la “nueva
Honduras”. Una Honduras que, curiosamente, ya no les pertenece.
¿Una patria compartida o una marca registrada?
La gentrificación en Honduras no
es solo un proceso urbanístico. Es una redefinición violenta del país. Una
privatización de su identidad, su paisaje y su historia. Desde Tegucigalpa
hasta Roatán, lo que vemos es un país fraccionado: uno para el turista y el
inversionista, y otro para el hondureño de a pie que ya no cabe ni en su propia
tierra.
Se ha vendido el país con la
excusa del turismo, la sostenibilidad, la inversión. Pero el saldo es claro:
exclusión, desarraigo y pérdida de soberanía cultural. Y mientras los
Whitedurans postean en inglés sobre la belleza de sus islas, el resto del país
se hunde entre tarifas imposibles, salarios de miseria y un Estado que solo
sirve al que paga en dólares.
Así que la próxima vez que
alguien te diga que Honduras está cambiando, pregúntale: ¿para quién?
Porque no, ya no es tu país. Ya
ni siquiera es el país de los hondureños. Es el país de los que pueden pagarlo.
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