¿Por qué Honduras es tan pobre?

julio 16, 2025

 

¿Por qué Honduras es tan pobre? Parece una pregunta de escuela primaria, ¿no? De esas que deberían tener una respuesta clara en cualquier manual básico de educación cívica. Pero no. En Honduras, esta pregunta es como un espejismo: todos la ven, todos la repiten, pero nadie se atreve a contestarla con honestidad. Nos pasamos décadas mareando la perdiz con excusas recicladas: “el subdesarrollo”, “la geografía”, “la historia”, “los gobiernos pasados” ... un bingo de culpables donde nunca aparece el verdadero responsable: nosotros mismos, como sociedad capturada, conformista y profundamente indiferente.

Esta no es una pobreza misteriosa ni inevitable. Es una pobreza fabricada, administrada y heredada con puntualidad quirúrgica por élites insaciables, políticos decorativos y una ciudadanía domesticada a punta de miedo, clientelismo y espejitos patrióticos. Honduras no es pobre porque Dios lo quiso, ni porque nos falta café o playas. Es pobre porque un pequeño grupo se ha empeñado en mantenerla así, y el resto del país lo ha permitido, con silencio o con complicidad.

Entender por qué Honduras es tan pobre implica patear la mesa del discurso oficial, sacudir el polvo del autoengaño y dejar de repetir con voz temblorosa que “tenemos mucho potencial” como si eso fuera una política pública. Esta no es una pregunta técnica: es una acusación. Y la respuesta duele porque desnuda todo lo que no hemos querido o no hemos podido cambiar.

Honduras no es pobre: está empobrecida. Violada, saqueada y luego abandonada a su suerte. Y lo más tragicómico de todo es que ni siquiera tuvo que pasar por guerras civiles tan brutales como las de sus vecinos para quedar hecha trizas. Aquí no hubo una guerra con tanques y guerrillas; hubo algo peor: décadas de saqueo legalizado, institucionalizado y disfrazado de estabilidad. Mientras el país se desangraba lentamente, las élites comían banquete, aplaudían desde sus mansiones y daban discursos sobre “el crecimiento económico”.

La tragedia hondureña no tiene un solo culpable, sino una orgía de causas que van desde la época colonial hasta el día de hoy. Es un cóctel envenenado de economía servil, corrupción obscena, violencia desenfrenada, catástrofes naturales, educación de cartón y un Estado tan débil que no impone respeto ni a un ladrón de gallinas.

                                         De república bananera a república botín

Honduras nació al siglo XX vendida. Literalmente. Desde fines del XIX, el país fue un patio trasero de las bananeras gringas, esas empresas que no solo controlaban las plantaciones, sino también los puertos, el ferrocarril y el Congreso, si les daba la gana. El país se convirtió en el paraíso de la explotación: tierra barata, trabajadores sin derechos y gobiernos serviles. El Estado no existía para proteger a su gente, sino para garantizar que la fruta llegara fresquita a Nueva Orleans. Y eso se mantuvo por más de un siglo. Las huelgas, los reclamos, las promesas de reforma... humo. Nada sustancial cambió. Hoy, en 2025, Honduras sigue dependiendo de lo mismo: productos primarios de bajo valor y mano de obra barata. Seguimos exportando lo mismo que en 1920, pero con menos trenes y más delincuentes.

Un país secuestrado por sus propias élites

Aquí nunca hubo revolución, porque nunca hubo espacio para organizarse. Las élites hondureñas han sido maestras del chantaje político: bloquean toda reforma estructural en nombre de la “gobernabilidad”. Lo único que les interesa es mantener su pequeño feudo intacto: tierras, bancos, exoneraciones fiscales, poder. Los partidos políticos no compiten por cambiar el país, compiten por administrar el botín. Es un sistema político sin alma ni proyecto nacional, sólo una cadena alimenticia de corrupción, donde el más hábil no es el más visionario, sino el más hábil para saquear sin dejar rastro. ¿El pueblo? Bien, gracias. Educado con libros fotocopiados, sin hospitales funcionales, sin agua potable ni justicia. Pero con bandera y himno para entonar los lunes, eso sí.

                                                La fábrica de pobres no para

La pobreza en Honduras no es un accidente, es un sistema perfectamente diseñado para mantener a las mayorías en el subsuelo. Casi la mitad del país vive bajo la línea de pobreza. Y cuando vienen los huracanes que vienen siempre, como si nos odiaran la pobreza se dispara aún más. Porque aquí todo colapsa con la primera lluvia fuerte: puentes, caminos, cosechas, viviendas y hasta la moral colectiva. Lo más indignante no es la pobreza, sino lo acostumbrados que estamos a ella. Ya ni escandaliza. Hemos normalizado lo inaceptable. Ver a niños comiendo una tortilla con sal como desayuno escolar ya no indigna, sólo “entristece”.

Educación de papel, salud de ruleta rusa

Tenemos una tasa de alfabetización que da números bonitos en los informes internacionales, pero que no sirve para mucho cuando las escuelas están cayéndose a pedazos y los docentes apenas sobreviven con salarios precarios. La educación universitaria es un privilegio, y la técnica casi no existe. ¿Resultado? Jóvenes frustrados que no ven futuro, solo la opción de emigrar o enlistarse en la pandilla del barrio. En salud, el panorama es de novela de horror. Hospitales sin medicinas, centros de salud abandonados, enfermedades prevenibles que siguen matando. Y por si fuera poco, una epidemia de VIH que nunca se quiso afrontar con seriedad. ¿Responsables? Nadie. ¿Consecuencias? Todas.

Corrupción: el verdadero gobierno

Honduras no tiene un Estado, tiene un sistema de saqueo con fachada legal. La corrupción no es un desvío ocasional; es el motor del aparato público. Los políticos no entran a servir, entran a servirse. Y no se trata de “algunos casos aislados”, sino de una lógica sistemática. Salud, educación, infraestructura, justicia… todo está contaminado. Los fondos desaparecen como por arte de magia, mientras los responsables se pasean en camionetas blindadas.

Cada escándalo nuevo ya no indigna, sólo confirma lo que todos saben: el país está secuestrado por una élite corrupta que no va a soltar el poder ni, aunque el país se hunda bajo el agua (lo que ya casi ocurre literalmente cada año).

Violencia: la otra dictadura

Aquí no gobierna el Estado, gobiernan las maras. Las pandillas han llenado el vacío institucional y se han convertido en autoridad de facto en vastas zonas del país. Cobran impuestos, dictan normas, ejecutan sentencias. El Estado entra solo para sacar cadáveres. La tasa de homicidios es todavía una de las más altas del mundo. Vivir en Honduras es sobrevivir. Los jóvenes no tienen futuro, sino una sentencia: ser carne de cañón para el crimen organizado o carne de exportación para el sueño americano. Y mientras tanto, las autoridades simulan “guerra contra el crimen” con operativos inútiles que no desmantelan nada, pero hacen buen show para las noticias.

¿Y los vecinos?

Costa Rica tiene un sistema de bienestar. Panamá tiene un canal. Nicaragua, incluso con su autoritarismo, tiene más cohesión interna. Guatemala, con toda su historia de violencia, está mejor en muchos indicadores. Mientras ellos avanzan (aunque sea lento), Honduras corre en una cinta de gimnasio: se esfuerza y suda, pero no se mueve. Seguimos exportando café y miseria. Seguimos dependiendo de las remesas para no colapsar del todo. Y seguimos creyendo que algún día milagrosamente, mágicamente algo va a cambiar. Spoiler: no va a cambiar nada si seguimos con el mismo guion y los mismos actores.

Epílogo: un país atrapado en su laberinto

Honduras es la prueba viva de que se puede fracasar sin guerra. Que la paz, en sí misma, no significa nada si no viene acompañada de justicia, de equidad, de instituciones fuertes. Lo que tuvimos fue una larga paz para saquear sin estorbo. El país no es pobre: lo han empobrecido a propósito. No se quedó atrás por error, sino por diseño. Se nos vendió como un país “pacífico”, pero lo que hemos tenido es una guerra económica brutal, primero con las bananeras, ahora con los narcos. Una guerra silenciosa que no deja titulares, pero sí muertos y generaciones enteras condenadas al estancamiento.

                                                          ¿La salida?

No es mágica. Pasa por romper con el pacto de impunidad que protege a los corruptos, diversificar la economía, invertir de verdad en educación, crear un sistema de salud digno, y sobre todo dejar de aceptar lo inaceptable. Porque mientras sigamos normalizando el saqueo, la pobreza y la violencia, Honduras seguirá siendo lo que es hoy: un país secuestrado, mal gobernado y peligrosamente acostumbrado a sobrevivir en ruinas.








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