LA DICTADURA DE LOS CEREBROS ESTÉRILES
julio 25, 2025Durante la Guerra Fría, América
Latina fue el laboratorio favorito de las potencias y el circo de los
autoritarismos con delirio de ingenieros. Los generales latinoamericanos, con
el pecho inflado de medallas y el ego por las nubes, se creyeron no solo
salvadores de la patria, sino administradores supremos del destino nacional. Se
disfrazaron de modernizadores, de adalides del desarrollo, de cirujanos
sociales con bata de estadísticas y fórmulas económicas. Pero bajo esa fachada
de planificación y ciencia, lo que realmente ejecutaron fue una obra maestra
del control, la sumisión y la mutilación del pensamiento.
Administradores de la
obediencia
Con la excusa de evitar la temida
“infiltración marxista”, los regímenes militares asumieron el poder vendiéndose
como garantes del orden y la eficiencia. Se presentaron como los únicos capaces
de “poner la casa en orden”, una casa que según ellos estaba infestada de
anarquía, estudiantes subversivos y sindicatos revoltosos. En realidad, lo que
impusieron fue una estructura de dominación perfectamente planificada, en la
que los derechos eran un lujo innecesario y la voluntad popular, un obstáculo
inconveniente.
Su modelo era el del burócrata
supremo: cuadros estadísticos, proyecciones quinquenales, lenguaje gerencial
hueco y gráficos de barras elaborados con calculadora científica y papel
milimetrado. La obsesión con el control llegó al punto de convertir a las
sociedades enteras en planillas, donde los ciudadanos eran simples variables
que había que reordenar, neutralizar o suprimir.
El positivismo rancio como
doctrina de Estado
Estos regímenes se abrazaron al
positivismo como si fuese la tabla de salvación del mundo moderno. Pero no un
positivismo científico digno, sino su versión más rancia y autoritaria: la idea
de que todo lo humano puede reducirse a cifras, que los problemas sociales se
resuelven con decretos, y que la cultura y la filosofía son lujos improductivos
que solo generan “ruido”.
Los militares latinoamericanos no
eran filósofos ni sociólogos, eran contadores de almas con pretensiones de
ingenieros. Se imaginaban dirigiendo una gran fábrica llamada nación, en la que
cada obrero debía ajustarse al engranaje sin chistar. Para ellos, la disidencia
era un desperfecto técnico. Y como todo desperfecto en una máquina, debía ser
reparado… o eliminado.
Universidades intervenidas,
pensamiento clausurado
Uno de los blancos más evidentes
de su cruzada tecnocrática fue la universidad. Bastión natural del pensamiento
crítico, la academia fue vista como una amenaza a la estabilidad de este nuevo
“orden racional”. Y como toda amenaza, fue neutralizada con precisión
quirúrgica.
Profesores incómodos fueron
despedidos, perseguidos o desaparecidos. Estudiantes “peligrosos” es decir,
aquellos que pensaban fueron detenidos, exiliados o simplemente acribillados en
alguna esquina oscura del campus. Las carreras de humanidades se convirtieron
en piezas de museo, y la investigación crítica fue reemplazada por consultorías
obedientes, estadísticas amañadas y planes de desarrollo tan insípidos como
autoritarios.
La idea era simple y brutal: una
sociedad sin pensamiento es una sociedad manejable. Una ciudadanía desinformada
es una masa dócil. Y una juventud temerosa es el mejor cemento para construir
regímenes eternos.
Cooperación técnica o
servilismo ilustrado
Las dictaduras se vendieron como
regímenes modernos, abiertos a la cooperación internacional, especialmente con
las potencias occidentales. Y sí, recibieron asistencia técnica, capacitación,
préstamos y “asesoría”. Pero esa cooperación tenía un precio: la entrega total
de la soberanía nacional, la desnacionalización de los recursos, y la
conversión de las economías en patios traseros al servicio de intereses ajenos.
Las juntas militares importaban
modelos económicos como quien compra muebles prefabricados: sin leer el
instructivo, sin entender el contexto, y con la torpeza de quien martilla por
costumbre. Aplicaron las recetas de austeridad como dogmas, no como estrategias.
Redujeron el gasto público, privatizaron hasta las piedras y achicaron el
Estado hasta convertirlo en una oficina de cobranzas. Todo ello adornado con
informes técnicos, gráficos de rendimiento y toneladas de palabrería
tecnocrática que ocultaban, mal que bien, un desastre humanitario.
El culto a la maquinaria y el
desprecio por el alma
Las dictaduras tecnocráticas no
solo reprimieron cuerpos. Reprimieron espíritus. Su gran crimen no fue
únicamente el asesinato físico, sino la aniquilación simbólica: el intento de
borrar toda posibilidad de disidencia, de pluralidad, de pensamiento libre. En
su universo binario, el arte debía ser propaganda, la literatura debía ser
adormecedora, y la educación, un proceso de domesticación y obediencia.
Teatros cerrados, bibliotecas
abandonadas, festivales culturales sustituidos por desfiles militares. En las
escuelas, se enseñaba a repetir, no a razonar. En las calles, se premiaba al
que callaba. Y en los medios, se exaltaba al que obedecía. La cultura fue vista
como un germen peligroso, una planta venenosa que debía podarse antes de que
echara raíces.
Hasta los manuales escolares eran
cuidadosamente redactados para vaciar de contenido todo lo que oliera a
crítica. Se educaba para la sumisión, para el miedo, para la conformidad. Las
ciencias sociales fueron mutiladas, la filosofía ridiculizada y la historia
reescrita. Se instaló una pedagogía del silencio, donde el saber era sospechoso
y la ignorancia, una forma de seguridad.
Razonar para dominar
Aunque se presentaron como
apolíticos, los regímenes tecnocráticos fueron profundamente ideológicos. Su
supuesta “neutralidad técnica” no era más que una máscara para imponer una
visión del mundo: jerárquica, obediente, autoritaria. Bajo el disfraz de la
razón, escondían el viejo impulso del látigo.
La racionalidad, que en otros
contextos es herramienta de liberación, aquí fue usada como cadena. No
razonaban para entender la complejidad del mundo, sino para justificar el orden
impuesto. Todo aquello que no encajaba en su modelo de nación mecanizada era
tachado de subversivo: desde un poema hasta una huelga.
Y cuando surgían voces que
denunciaban la farsa, intelectuales lúcidos, artistas incómodos, estudiantes
valientes, la respuesta era automática: represión, cárcel o exilio. El
pensamiento se convirtió en delito. Y la diferencia, en traición.
Modernización a garrotazos
El legado de estas dictaduras es
un espejo roto: por un lado, cifras de crecimiento económico; por el otro, una
estela de sangre, silencio y mediocridad institucional. Se jactaron de haber
modernizado el país, pero lo que hicieron fue convertirlo en un campo de
concentración maquillado de progreso.
La cultura fue aplastada, la
educación instrumentalizada, la ciudadanía domesticada. En lugar de fomentar la
reflexión, fomentaron el miedo. En vez de formar ciudadanos críticos,
produjeron autómatas agradecidos.
La gran obra de estos regímenes
no fue el desarrollo, sino la amputación del alma colectiva. Porque, al final,
el positivismo tecnocrático no construyó naciones: construyó cárceles. Y lo
hizo con la complicidad de trajes grises, calculadoras, papel sellado y una
legión de obedientes que confundieron ordenar con gobernar, callar con educar y
someter con civilizar.
0 comentarios
Déjanos tu comentario