El caudillismo bananero en Honduras: la tragicomedia de un pueblo
julio 27, 2025
«Es más fácil identificarse con una persona que con una nación» (Barahona, 2002).
El hondureño no aprende. O peor
aún: no quiere aprender. Tiene tatuado en el alma un reflejo casi automático de
rendirse ante el caudillo, de hincarse frente al hombre fuerte, al apellido
rimbombante, al gritonazo con saco caro o con discurso incendiario. Lo hemos
visto una y otra vez desde el siglo XIX hasta nuestros días. Lo trágico no es
solo que Honduras haya sido tierra fértil para el caudillismo; lo
verdaderamente patético es que hemos cultivado un caudillismo bananero, una
forma de servidumbre emocional al poder que roza lo grotesco y que ha
convertido nuestra historia política en una tragicomedia repetitiva.
De los generales bigotudos a
los tecnócratas gritones
Desde que Honduras rompió con la
Federación Centroamericana, no emergió una república soberana sino una arena de
gallos donde cada general o comerciante con ínfulas de mesías montó su show.
Francisco Ferrera, José María Medina, Marco Aurelio Soto: todos vendieron la
idea de que su llegada era redención. Todos terminaron haciendo lo mismo:
centralizar poder, meter a sus amigos y reprimir a quien pensara diferente.
Pero el clímax del caudillismo
bananero llegó con Tiburcio Carías Andino, quien gobernó más tiempo que
cualquier otro presidente, con la bendición de las bananeras estadounidenses.
Era un dictador de cuello duro, sin carisma, pero con un aparato represivo
envidiable. Su legado: transformar el Estado en finca personal, donde los
cargos públicos eran hereditarios y las elecciones eran teatro para crédulos.
Luego vinieron los militares:
López Arellano, Melgar Castro, Álvarez Martínez... Todos vendieron
"orden", "patria" y "disciplina", mientras
convertían el país en un prostíbulo geopolítico al servicio de Reagan, quien
encontró en Honduras un portaaviones terrestre para su guerra sucia en
Centroamérica.
Izquierda, derecha: el
caudillo se disfraza como convenga
El caudillismo bananero no es de
izquierda ni de derecha. Es una enfermedad transversal. Manuel Zelaya, por
ejemplo, jugó a ser el redentor de los pobres, coqueteando con el chavismo y
llamando al pueblo a refundar la patria. Pero bajo su sombrero lo que había era
el mismo esquema caudillesco: culto al líder, uso clientelar del Estado y deseo
de eternizarse. Fue derrocado por otros caudillos esta vez uniformados que no
soportaban perder el control de la finca.
Y ahí entró Juan Orlando
Hernández, el perfecto CEO del caudillismo moderno: técnico, calculador, sin
carisma, pero con un aparato mafioso que le permitió reelección ilegal, fraude
electoral, y una red de poder familiar que hace ver a las dinastías feudales
como aficionados. Su lema era "trabajo, trabajo, trabajo", pero su
verdadera filosofía era: "control, control, control".
Donald Trump y Ronald Reagan:
los caudillos importados que Honduras idolatra
La cosa no se queda en casa. El
caudillismo bananero hondureño también se arrodilla ante caudillos extranjeros,
especialmente si son blancos, ricos y gritan fuerte. Donald Trump, por ejemplo,
es venerado por sectores hondureños como si fuera un cruce entre Moisés y
Rambo. ¿Por qué? Porque habla con “huevos”, porque dice lo que “los otros no se
atreven”, porque odia a los inmigrantes, incluso cuando los inmigrantes somos
nosotros. El detalle de que nos llamó "país de mierda" parece haberle
subido puntos de aprobación entre ciertos hondureños.
Ronald Reagan es otro ídolo de
barro. Fue él quien convirtió a Honduras en el traspatio preferido del
Pentágono: llenó el país de asesores, armas, y dinero sucio para financiar
guerras que no eran nuestras. Aunque Reagan nunca pisó Tegucigalpa, su huella
es imborrable en cada cuartel militar, en cada discurso anticomunista
reciclado, en cada aspirante a caudillo que aprendió que la violencia, si es
pro-yanqui, se puede vender como libertad.
También se encaudilla al
pastor, al empresario y hasta al narco
El caudillismo bananero no se
limita al político profesional. En Honduras se encumbra como líder mesiánico al
pastor evangélico, al empresario exitoso y, en no pocos casos, al mafioso
generoso. Todos pueden convertirse en el nuevo ungido del pueblo si tienen
suficiente dinero, presencia mediática, una biblia desgastada o una 4x4
blindada.
El pastor: caudillo con
micrófono divino
Hay pastores evangélicos que son
más peligrosos que cualquier militar golpista. Convierten el púlpito en tarima
política, predican la obediencia ciega a la autoridad, bendicen a candidatos
corruptos en cadena nacional y exigen leyes que protejan su moral, pero nunca a
los pobres. Se disfrazan de siervos, pero actúan como caudillos de sotana.
Dirigen mega iglesias como empresas, con diezmos obligatorios, votos dirigidos
y alianzas con partidos que les garanticen impunidad tributaria. En sus
discursos, el país no necesita instituciones, necesita “un hombre de Dios”. Ese
“hombre de Dios”, casualmente, es su amigo, su hermano o él mismo. Así, el
caudillismo bananero encuentra en la religión no su antídoto, sino su coartada
sagrada.
El empresario: caudillo que se
siente modelo aspiracional.
El empresario hondureño también
ha sido elevado a caudillo. Se nos ha vendido la idea de que “como maneja bien
su empresa, manejará bien el país”, como si el Estado fuera una ferretería. El
empresario predica eficiencia mientras evade impuestos, despide empleados y se
sienta en los consejos de gobierno sin haber sido elegido por nadie. Muchos
hondureños aplauden su "visión", su "orden", su
"sacrificio", ignorando que su fortuna nació del monopolio, del
contrato sucio, del subsidio encubierto o del tráfico de influencias. Se le
encumbra porque “da trabajo”, aunque sueldos miserables y jornadas extenuantes
sean la norma. El empresario caudillo No quiere respeto, quiere sumisión. No
busca orden, busca servidumbre.
El narco: benefactor de
barrios olvidados
Y luego está el más siniestro de todos: el caudillo narco. El que llega donde el Estado no llega. El que pavimenta calles, paga entierros, regala comida en navidad y hasta hace torneos de fútbol. Todo financiado con la sangre ajena. Hay comunidades en Honduras donde la ley no la impone un juez, sino un narco armado con una biblia en la mano y una AK en la espalda. Y lo terrible es que muchos lo veneran. Lo respetan. Lo defienden. Porque “él ayuda”. Porque “él no roba”. Porque “no es como los políticos”. Así, el narco se convierte en caudillo: protector, benefactor, verdugo. Y su culto es tan fuerte que ni las campañas estatales ni las redadas federales logran desplazarlo.
Un pueblo educado para
obedecer, no para pensar
¿Y por qué seguimos cayendo en esto? Porque tenemos un sistema educativo que produce seguidores, no ciudadanos. Desde la escuela nos enseñan a repetir, a memorizar himnos, a temer al maestro, al patrón, al pastor y al político. No hay educación cívica real, no hay pensamiento crítico. En el campo, la política se vive como una feria de promesas: “el candidato me trajo láminas, el otro me regaló el ataúd”. Así se compra el voto. Así se perpetúa el caudillo. El analfabetismo funcional es la gasolina del caudillismo bananero. Y los medios de comunicación, muchas veces serviles al poder o dependientes de la publicidad estatal, no hacen más que repetir el discurso del caudillo de turno. Nunca lo cuestionan en serio. Y si alguien lo hace, es tildado de comunista, de vendido, de traidor a la patria.
El caudillo no nos esclaviza,
lo elegimos
El hondureño no solo tolera al
caudillo: lo busca, lo aplaude, lo defiende, lo extraña cuando se va, y se
ilusiona con el siguiente. Y cuando ese también lo traiciona porque siempre lo
hace entonces lo cambia por otro igual de gritón, igual de autoritario, igual
de vacuo. En Honduras no caemos en dictaduras; las votamos. Ese es el drama del
caudillismo bananero: no está solo en los palacios, está en las plazas, en las
casas, en el alma colectiva.
Hasta que no entendamos eso,
seguiremos cambiando de dueño, pero no de destino.
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