Pensamiento mágico y república fallida: la negación como enfermedad nacional

julio 14, 2025

Es casi cómico, ¿no? A medida que se agravan las cifras de criminalidad, pobreza, corrupción y masacres, algunos hondureños siguen repitiendo con una ingenuidad casi enternecedora la mantrita de "larga vida Honduras". Como si esas tres palabras, pronunciadas con suficiente fervor patriótico, fueran a conjurar siglos de decadencia institucional y décadas de tragedia acumulada. Y aquí estamos: más de cincuenta años de criminalidad desbordada, de gobiernos saqueadores, de sistemas judiciales en ruinas, y aún hay quienes creen que el país se va a arreglar solo, como por arte de magia, sin comprometerse con el cambio.

 

La realidad es brutal. La criminalidad no sólo no ha desaparecido, sino que se ha institucionalizado. Las pandillas dominan barrios completos con la misma autoridad que un Estado legítimo, imponiendo "fronteras invisibles", cobrando impuestos (extorsión) y estableciendo toques de queda. Las masacres se han vuelto eventos tan comunes que apenas logran escandalizar a la opinión pública. En 2025, el país registró más de 18 masacres en apenas seis meses. ¿Qué hace el ciudadano promedio ante esto? ¿Organiza, protesta, exige, actúa? No. Comparte un post en redes con la bandera nacional, y vuelve a repetir su conjuro emocional: "larga vida Honduras".

 

Este fenómeno es una manifestación clara de lo que podríamos llamar pensamiento mágico nacional. Es esa tendencia a creer que las cosas mejorarán por sí solas, que "todo va a estar bien" sin necesidad de intervenir activamente. Es una versión emocionalmente reconfortante, pero políticamente paralizante, de la negación colectiva. La gente se consuela con frases como "esto es temporal", como si medio siglo de decadencia pudiera calificarse como una mala racha.

 

La corrupción, por su parte, ha dejado de ser escándalo y se ha convertido en rutina. Desde la Caja de Pandora hasta la Operación Hermes, los nombres suenan casi folclóricos, como si fueran capítulos de una telenovela que todos miran con morbo, pero sin intención de cambiar el canal. Se han desmantelado redes completas de corrupción con vínculos directos a expresidentes, ministros, jueces, militares. Se han decomisado cientos de bienes mal habidos, descubierto cuentas infladas y empresas fantasmas. ¿La reacción colectiva? Una mezcla entre resignación y memes en Facebook.

 

Hay que decirlo con claridad: Honduras no es un país pobre, es un país empobrecido por sus élites, por sus estructuras políticas, por una cultura cívica que confunde amor a la patria con sumisión a la desgracia. Es un país secuestrado por la impunidad, donde los poderosos siguen robando porque saben que nadie los va a castigar. Y, aun así, muchos ciudadanos continúan creyendo que el problema es externo: Que si fue culpa de España, del capitalismo, del comunismo, de la Iglesia católica o del mestizaje… cualquier excusa que sirva para culpar a fuerzas externas y así evitar asumir responsabilidades internas.

 

El pensamiento mágico no solo es evasivo, es infantil. Es creer que podemos salir de una crisis estructural sin confrontación, sin dolor, sin rupturas reales. Es imaginar que el país puede sanar mientras se siguen tolerando a los mismos actores, los mismos discursos vacíos, los mismos pactos de impunidad. Y esa ilusión es peligrosa, porque paraliza la acción, justifica la pasividad y convierte al ciudadano en un espectador mudo de su propia tragedia.

 

Y no es que falten ejemplos para romper esa ilusión. La migración masiva, las caravanas de miles de hondureños que huyen cada año, son una señal clara de que el país se desangra. Nadie deja su tierra por gusto. Se van porque aquí ya no hay nada. Porque el futuro en Honduras es una promesa incumplida. Porque el trabajo digno, la seguridad, la justicia y la educación son lujos para una minoría. Pero claro, decir eso es antipatriótico, ¿verdad? Mejor seguir gritando "larga vida Honduras" mientras la casa arde.

 

Lo más triste es que este pensamiento mágico ha calado en todos los sectores. Desde las élites hasta los más pobres, desde los sectores religiosos hasta los tecnócratas, todos parecen haber comprado el discurso de la esperanza vacía. El gobierno promete sin vergüenza, la oposición critica sin propuestas, y el pueblo vota con fe, no con conciencia. Seguimos atrapados en un ciclo donde las elecciones son actos de fe más que ejercicios de razón.

 

A esto se suma una negación histórica. La corrupción en Honduras no comenzó con Juan Orlando Hernández ni con los narcos. Tiene raíces profundas, desde los inicios de la república. El Estado ha sido, durante casi dos siglos, una estructura al servicio de intereses particulares. Las guerras fratricidas del siglo XIX, el entreguismo del siglo XX, el servilismo a potencias extranjeras, los fraudes electorales, las dictaduras militares, los pactos de impunidad... todo forma parte de una narrativa que hemos preferido enterrar bajo discursos vacíos de orgullo nacional.

 

Y sin embargo, se nos enseña a amar a Honduras con una devoción que roza el masoquismo. "La patria no se critica, se defiende", dicen. Pero, ¿qué tipo de amor es ese que calla ante la injusticia? ¿Qué clase de defensa es esa que protege más a los corruptos que a las víctimas? El patriotismo sin conciencia es simplemente complicidad disfrazada de virtud. Y eso, precisamente, es lo que abunda: complicidad.

 

En lugar de exigir justicia, preferimos organizar desfiles. En vez de reformar el sistema, pintamos murales. En lugar de educación política, hacemos himnos y concursos de oratoria. El símbolo ha reemplazado al contenido. Y así, nos convencemos de que amar a Honduras es repetir frases bonitas, cantar fuerte el himno y compartir paisajes en Instagram, mientras ignoramos que el país se cae a pedazos.

 

¿Y qué hacemos con los que señalan esta realidad? Se les llama negativos, amargados, vendidos, incluso traidores. Porque el pensamiento mágico también viene con su mecanismo de defensa: descalificar todo lo que lo cuestione. Así, el que critica al país no es un ciudadano preocupado, es un aguafiestas. Y eso asegura que nada cambie.

 

Pero ya basta. Honduras no necesita más palabras vacías. No necesita más amor de cartón. Necesita ciudadanos dispuestos a actuar, a incomodar, a romper con la inercia. Necesita que el pensamiento mágico sea sustituido por pensamiento crítico. Que el nacionalismo ciego dé paso a una ética ciudadana. Que el orgullo hueco se transforme en voluntad de cambio.

 

Porque si seguimos aferrados a la ilusión de que todo se arreglará por sí solo, entonces sí: larga vida a Honduras… pero como un experimento criollo sin rumbo ni soberanía real, en el que se perpetúa nuestra propia condena.




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