El liberalismo generador de zombis latinoamericanos: consumo, uniformidad y decadencia
septiembre 28, 2025Muchos de los lectores habrán
visto alguna de esas desagradables y truculentas películas de zombis, en las
que los muertos vivientes atacan a los vivos para devorarlos. El fenómeno
comenzó con La noche de los muertos vivientes de George A. Romero en 1968 y,
desde entonces, la temática zombi ha capturado la imaginación del público. Hoy,
proliferan novelas, relatos, series de televisión y eventos temáticos que
atraen multitudes, pero su popularidad no se limita al entretenimiento: hay
algo en los zombis que resuena profundamente con nuestra realidad
latinoamericana.
No podemos llamar al zombi una
expresión cultural genuina, pero sí es una figura del imaginario colectivo que
trasciende modas pasajeras. No se trata solo de un gusto por el horror, la
sangre o la casquería: la persistencia de esta figura a lo largo de décadas
refleja una inquietante atracción hacia algo que sentimos cercano, algo que nos
interpela y nos incomoda en lo más íntimo.
El zombi es popular porque
responde a un llamado subterráneo que justificamos como entretenimiento. Nos
horrorizamos y, al mismo tiempo, nos sentimos atraídos por estas figuras, que
recuerdan demasiado a la sociedad latinoamericana contemporánea. En muchas de
nuestras ciudades, desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, pasando por
Tegucigalpa, Lima o Bogotá, los humanos parecen moverse como muertos vivientes:
una sociedad uniforme, mecanizada, alienada por la rutina, la pobreza, la
burocracia y los sistemas políticos que han desvalorizado la autonomía
personal, la creatividad y la vida auténtica.
En las películas, los zombis
deambulan por centros comerciales, arrastrándose sin objetivo, siguiendo
hábitos mecánicos de su vida pasada. Es una imagen inquietante, porque refleja
con precisión la realidad de nuestra región: personas en mercados, plazas o
centros comerciales que pasean sin rumbo, ocupadas en un consumo vacío, o
familias donde los niños, aburridos y malcriados, son manejados por expertos en
entretenimiento mientras los padres viven atrapados en el estrés y la rutina.
Cada feria, cada avenida atestada de gente, cada calle congestionada puede
parecer un desfile de muertos vivientes que, sin saberlo, reproducen patrones
de conducta condicionados por una sociedad que premia lo superficial y reprime
lo humano.
La metáfora del zombi se extiende
a los pocos sobrevivientes, aquellos portadores de la vida auténtica, acosados
constantemente por los no-muertos, que representan los sistemas, los hábitos y
las ideologías que buscan homogeneizarlos. Y en Latinoamérica, esto se traduce
en la persecución de quienes luchan por mantener la cultura, la identidad, la
educación de calidad o la justicia social, frente a estructuras políticas,
mediáticas y educativas que imponen modelos que alienan, uniforman y
neutralizan la creatividad y la individualidad.
En este contexto, el zombi
latinoamericano refleja también la influencia del sistema liberal global y la
imposición cultural norteamericana. Las películas, series y productos de
entretenimiento importados, junto con las redes sociales y las políticas económicas
liberales, promueven valores de consumo, individualismo extremo y una
concepción superficial de la vida, desplazando tradiciones locales y modos de
vida autóctonos. Así, la globalización cultural se convierte en un ejército
silencioso de zombis que buscan homogeneizar nuestra identidad, imponiendo una
visión extranjera de la existencia, vacía y consumista.
Incluso podríamos considerar una
lectura más optimista: los zombis pueden ser un espejo para que el espectador
se vea acosado en su humanidad por un sistema de muerte interior. Pero,
probablemente, la fascinación por los zombis revela otra cosa: que muchos
latinoamericanos, en lo profundo, se reconocen parcialmente en ellos. Los
desfiles de zombis, los disfraces, las marchas temáticas y la fascinación por
lo macabro son una representación de nuestro propio enajenamiento, de cómo nos
movemos a veces sin conciencia de nuestra identidad, atrapados en el consumo,
la burocracia o la violencia cotidiana, mientras adoptamos valores importados
que no siempre corresponden a nuestras raíces.
Además, las historias de zombis
contienen una alegoría política y social clara, que se vuelve más transparente
y aterradora a medida que la ideología del pensamiento único y la corrección
política avanzan, imponiendo modelos de vida decadentes, destructivos y
uniformizantes. En Latinoamérica, esto se traduce en el rechazo a nuestras
raíces, la criminalización de la tradición, la promoción de políticas que
desnaturalizan la vida familiar, la educación y la cultura local, y la
imposición de ideas externas —en gran medida de origen norteamericano— que
debilitan nuestra identidad colectiva.
Los zombis latinoamericanos no
solo devoran carne: devoran valores, identidad y sentido común. Representan el
abandono de la responsabilidad social, la corrupción de las instituciones, la
propagación de la ignorancia, la manipulación de los medios, la mercantilización
de la vida y la exaltación de la pasividad. En cada ciudad, en cada barrio, en
cada calle congestionada, podemos ver su reflejo: individuos que actúan como
autómatas, desplazados por la pobreza, la violencia, la rutina y la influencia
de sistemas políticos, económicos y culturales que moldean comportamientos,
deseos y pensamientos.
Pero también hay esperanza. Las
historias de zombis nos recuerdan que mientras exista alguien consciente de su
humanidad, alguien que defienda la vida, la cultura y la identidad, los zombis
no triunfan por completo. Todavía queda la posibilidad de resistencia, de
revitalizar nuestras tradiciones, nuestra educación, nuestra ética y nuestra
comunidad. Como en las películas, mientras haya un sobreviviente, la humanidad
puede reclamar su lugar, aunque todo a su alrededor parezca envuelto por la
muerte y la mediocridad.
En última instancia, el zombi
latinoamericano es un espejo inquietante: refleja nuestra decadencia, nuestras
rutinas vacías, nuestras pasividades políticas y culturales, y la influencia de
valores impuestos desde afuera, pero también nos ofrece una oportunidad de
despertar, de reconocer la amenaza y de recuperar la vida auténtica. La lucha
sigue: mientras haya alguien vivo, consciente y comprometido con la verdad, la
justicia y la cultura, los muertos nunca dominarán del todo.
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