Adictos a la pantalla: el malestar disfrazado de modernidad

octubre 03, 2025

 



Hasta hace poco la palabra “nomofobia” era desconocida para muchos, y al escucharla cualquiera podría imaginar que se trata de algún odio extraño hacia un grupo inexistente, pero no: así se denomina al supuesto “nuevo trastorno psicológico” de nuestra época, ese miedo y ansiedad que se experimenta cuando una persona se separa de su teléfono celular. En España circula el dato de que más de la mitad de la población entra en crisis si olvida el móvil en casa, y aunque en América Latina no siempre contamos con encuestas tan precisas, la escena se repite en Tegucigalpa, Ciudad de México, Lima o Buenos Aires: basta tomar un bus, caminar por una plaza o entrar a un café para comprobar cómo la mayoría vive absorta en su pantalla, deslizando el dedo sin parar como si fuera un acto reflejo.

La dependencia es evidente, y cuando falla la batería o no hay señal, muchos sienten angustia real, un vacío que se vuelve insoportable. Lo curioso es cómo nuestra sociedad multiplica sin cesar la lista de “trastornos”, algunos reales, otros inventados y otros que son poco más que ocurrencias con nombre rimbombante, como la famosa “depresión postvacacional”.

En un continente donde millones de personas jamás han tenido vacaciones, esa idea resulta un insulto, pero lo que cuenta no es la lógica sino el negocio. Porque un ciudadano sano no da ganancias, en cambio uno etiquetado como paciente se vuelve rentable: para la industria psicológica de consumo rápido, para los laboratorios que venden pastillas y sobre todo para la gran industria tecnológica, que es la verdadera beneficiaria.

Al final, no es casualidad que los mismos que diseñan celulares cada vez más adictivos también nos hablen de los males de usarlos demasiado, como si se preocuparan por la salud del consumidor. En Honduras los psicólogos ya reconocen que los jóvenes llegan a consulta con ansiedad, depresión o insomnio derivados del uso compulsivo del celular; la vida de muchos se ha reducido a un sonido de notificación, a un mensajito en WhatsApp, a un corazón en Instagram. Y lo más inquietante es que esa dependencia se celebra: padres orgullosos presumen que su hijo ya no se despega de la consola o que pasa el día entero frente a la pantalla, creyendo que han acertado con el regalo cuando en realidad han festejado la esclavitud tecnológica de sus propios hijos.

Lo que debiera ser herramienta se ha convertido en amo y señor, y no es casualidad: todo está diseñado para atrapar. La red social nunca termina, las notificaciones nunca se agotan, los algoritmos saben exactamente cómo retenernos. Y si el ser humano carece de voluntad firme, si el carácter se debilita y la educación fomenta la dependencia desde la infancia, entonces no sorprende que terminemos dominados por máquinas que parecen tener más personalidad que nosotros.

En América Latina la paradoja se vuelve más cruel: sectores empobrecidos hacen malabares para endeudarse con tal de comprar el último celular, convencidos de que el estatus se mide en gigabytes, mientras las élites celebran que sus hijos aprendan a programar en costosas tablets; unos apenas alcanzan para el plan de datos que los conecte a TikTok, otros alimentan la ilusión de un futuro digital exitoso. En ambos extremos, la dependencia es la misma. La nomofobia no es solo ansiedad individual, es un fenómeno político y social: una población enganchada a la pantalla resulta más fácil de distraer, manipular y controlar.

Honduras y la región atraviesan crisis profundas de violencia, pobreza, migración y desempleo, pero buena parte de la ciudadanía está hipnotizada frente al celular, discutiendo banalidades en redes, consumiendo noticias falsas y entregando su tiempo a contenidos que solo la embrutecen. Lo que debería ser comunidad se convierte en conexión digital, lo que debería ser conversación se sustituye con un emoji, lo que podría ser pensamiento crítico se reduce a un video de quince segundos. La dependencia tecnológica no es accidente, es cultura inculcada: desde la infancia se enseña a depender de la pantalla, del algoritmo, del influencer, mientras la autonomía, la capacidad de aburrirse y de crear se consideran defectos. Así vamos formando individuos cada vez más conectados y al mismo tiempo más solos.

Por eso no sorprende que, en Honduras, en México o en cualquier ciudad latinoamericana la gente entre en crisis si olvida el celular en casa: es la consecuencia de un sistema que glorifica la conexión permanente y castiga el silencio. Y lo trágico es que creemos que esa dependencia nos hace modernos, globales y libres, cuando en realidad cada día que pasa nos volvemos un poco más ansiosos, un poco más manipulables y, sin rodeos, un poco más tontos.

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