Gadafi y la tragedia de Libia: una lección para el Sur Global

octubre 04, 2025


 


El mapa del mundo todavía lleva las huellas de los hematófagos de siempre: La mafia anglo-europea que no saben vivir sin chupar la sangre de otros. Son vampiros vestidos de diplomáticos, garrapatas con banderas y escudos, sanguijuelas que cambian de disfraz, pero no de instinto. Succionan recursos, territorios, vidas, y después llaman a su saqueo “civilización”, “progreso” o “democracia”. Nunca producen nada propio: sobreviven de lo que exprimen en la periferia, del botín colonial que los alimenta desde hace siglos. Esa naturaleza parasitaria explica por qué cada vez que un pueblo del Sur intenta ponerse de pie, la jauría se agita. Libia fue la última muestra: un festín de carroñeros sobre un cuerpo vivo que no se quiso dejar domesticar.

 

Lo que sucedió en Libia en 2011 no fue una “primavera árabe” ni una “revolución espontánea”. Fue una lección sangrienta para todo el Sur Global. Fue la prueba de lo que ocurre cuando un país del Tercer Mundo intenta levantar la cabeza, administrar sus recursos, ensayar un modelo propio de desarrollo y desafiar la jerarquía impuesta por Washington y Bruselas.

 

A Gadafi no lo asesinaron por extravagante ni por tirano, sino por rebelde. Su error imperdonable no fue reprimir disidentes, sino nacionalizar sectores estratégicos, levantar proyectos de soberanía africana, hablar de un dinar de oro para liberar al continente del dólar y dar a Libia uno de los niveles de vida más altos de África. Ese fue su crimen. Y el castigo fue ejemplarizante: sanciones, aislamiento, bombardeos, linchamiento.

 

El Sur Global debe leer entre líneas: las llamadas “revoluciones espontáneas” no existen cuando el guion viene escrito desde embajadas y laboratorios de inteligencia. La CIA, la NED, la USAID y sus satélites saben fabricar disturbios, manipular redes sociales, financiar “oposiciones cívicas” y transformar una protesta en pantalla de televisión. No es romanticismo juvenil; es estrategia. No es libertad; es negocio. El manual ya lo vimos en Serbia, en Ucrania, en Venezuela. Libia fue simplemente la versión más obscena.

 

La OTAN actuó como lo que es: el ejército privado del capital occidental. Lo que se nos vendió como “zona de exclusión aérea” fue en realidad la destrucción de un Estado soberano. La ONU fue cómplice, prestando su sello a una carnicería. Y los medios, con Al Jazeera y CNN a la cabeza, fabricaron la narrativa del monstruo sanguinario que bombardea a su pueblo. Nunca presentaron pruebas contundentes, porque no las había. Pero cuando la propaganda se repite mil veces, se convierte en verdad útil.

 

¿Y el mundo árabe? Qatar hizo de bufón. Una monarquía feudal, con esclavitud moderna y sin partidos políticos, fue la vitrina de “la democracia”. Al Jazeera, brazo mediático de sus emires, legitimó la invasión con reportajes sesgados y lágrimas de cocodrilo. A cambio, obtuvo contratos petroleros y prestigio geopolítico. Otra lección para el Sur: los traidores internos siempre abren la puerta a los saqueadores externos.

 

El linchamiento público de Gadafi fue más que un asesinato. Fue un ritual. Un aviso para cualquiera que se atreva a caminar fuera de la fila. La decisión de ocultar su tumba confirma el miedo de los vencedores: temen la memoria de los pueblos, temen que un cadáver se convierta en bandera. Pero ese gesto no borra la realidad. Durante ocho meses, Gadafi resistió contra la mayor coalición militar del planeta. Si hubiese sido un tirano odiado y solo, habría caído en días. Resistió porque una parte del país lo seguía. Resistió porque su proyecto tenía raíces.

 

El resultado está a la vista: Libia es hoy un campo arrasado, un mercado de esclavos, un botín petrolero en manos de milicias y corporaciones. La “intervención humanitaria” dejó anarquía, dolor y expolio. Y, sin embargo, esa catástrofe es justamente la lección. El Sur Global no puede olvidar que cada vez que Occidente habla de “derechos humanos”, de “libertad” o de “sociedad civil”, está abriendo las compuertas de un saqueo. Los mismos que bombardean a nombre de la democracia son los que toleran dictaduras feudales cuando les conviene, y callan genocidios si los comete un aliado.

 

La enseñanza es brutal pero clara: no confiar en los discursos de Occidente. Fortalecer la soberanía, construir instituciones propias, tejer alianzas Sur-Sur, levantar un frente común frente al chantaje financiero y militar. Si no aprendemos la lección libia, mañana habrá otra “intervención humanitaria” en cualquier punto del mapa: en África, en América Latina, en Asia.

 

Gadafi eligió morir en su tierra, combatiendo. No huyó, no negoció su exilio, no entregó el poder a cambio de inmunidad. Esa decisión lo convierte, con todos sus defectos, en un símbolo incómodo: un hombre que prefirió caer antes que someterse. Su figura no debe verse como mito ni como demonio, sino como advertencia. La historia de Libia nos grita lo que muchos pueblos del Sur aún no quieren oír: la soberanía no se concede, se defiende. Y si no se defiende, se pierde.


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