Centroamérica debe girar hacia Brasil: puerta a la multipolaridad

octubre 16, 2025




Durante décadas, América Central ha orbitado con sumisión casi religiosa alrededor de un sol que ya no brilla: Estados Unidos. Nuestra política exterior, nuestras economías, e incluso nuestra imaginación colectiva han estado atadas a un cadáver hegemónico que todavía se mueve por inercia. Washington sigue siendo tratado como el oráculo del progreso, aun cuando su voz ya solo repite ecos vacíos de un mundo que se desmorona. Pero el siglo XXI no espera a los rezagados: la multipolaridad avanza, y mientras nosotros seguimos anclados en la nostalgia del dólar, otros países, entre ellos Brasil, se preparan para ocupar un papel que redefine el mapa del poder global.

 

Brasil no es simplemente “el gigante del sur”. Es el único país latinoamericano con una diplomacia de alcance global, una industria militar desarrollada, autonomía energética y una política exterior que no se arrodilla ante los designios de Washington o Bruselas. Sin embargo, en América Central, su imagen sigue reducida a la samba, el fútbol y las telenovelas. Es una ignorancia costosa. Porque detrás de esa caricatura se esconde la puerta más concreta que tenemos hacia un mundo multipolar, un mundo que ya está naciendo, aunque aquí prefiramos fingir que no.

 

El fin de la hegemonía estadounidense no será una fiesta, pero sí una oportunidad. América Central debe decidir si sigue aferrada al brazo momificado del imperio o si se atreve a mirar hacia el sur, donde Brasil emerge como potencia regional con visión estratégica. Desde los gobiernos de Lula da Silva, Brasil ha impulsado la cooperación Sur-Sur, ha liderado el grupo BRICS, junto con Rusia, India, China y Sudáfrica, y ha sido un mediador constante en conflictos globales. En otras palabras, mientras nosotros mendigamos remesas y asistencia, Brasil diseña las reglas del nuevo orden que reemplazará al liberalismo decadente de Occidente.

 

La cuestión es que en Centroamérica no sabemos casi nada del país que podría abrirnos esa puerta. No leemos a sus pensadores, no estudiamos su política exterior, y mucho menos comprendemos su peso en el tablero mundial. Las embajadas brasileñas en la región operan casi en el silencio, mientras las agencias estadounidenses y europeas saturan nuestro discurso político con becas, ONGs y “cooperación” condicionada. Esa dependencia ideológica ha convertido a América Central en un espacio sin pensamiento propio. Seguimos repitiendo que “Estados Unidos es nuestro principal socio comercial”, sin atrevernos a admitir que esa relación nos ha dejado estancados, fragmentados y subordinados.

 

Brasil, en cambio, ofrece algo que Occidente jamás nos ha dado: respeto por nuestra soberanía. No busca imponernos un modelo político ni infiltrarnos culturalmente a través de fundaciones o plataformas de entretenimiento. Su poder es de otro tipo: un poder civilizatorio, latinoamericano, mestizo y profundamente humano. No depende de bases militares ni de sanciones, sino de una idea de integración que rescata lo que alguna vez fue el sueño de muchos pensadores de la región: un bloque continental capaz de hablar con voz propia ante el mundo.


Esa voz, hoy, tiene acento portugués.


Si América Central aspira a salir de la insignificancia geopolítica, necesita entender que la multipolaridad no será escrita en inglés. El portugués, el mandarín, el ruso, el hindi y el árabe están moldeando los nuevos lenguajes del poder. En ese escenario, Brasil no solo es un actor, sino un puente. Su pertenencia a los BRICS y su creciente influencia en África, Medio Oriente y Asia le otorgan una posición única que podríamos aprovechar si tuviéramos la lucidez, y el coraje, de girar hacia él. Pero seguimos encadenados al mito de que solo Estados Unidos “nos entiende”. Lo cierto es que nos entiende demasiado bien: nos quiere dóciles, endeudados y dependientes.

 

Brasil, por el contrario, tiene intereses complementarios a los nuestros. Su liderazgo energético, con Petrobras y su desarrollo en biocombustibles, podría ayudarnos a superar nuestra dependencia del petróleo importado. Su industria agroalimentaria y tecnológica podría servir como base para acuerdos de transferencia y capacitación que permitan modernizar nuestros sectores rurales sin entregarlos a corporaciones extranjeras. Y su política exterior, firmemente anclada en la no injerencia, nos ofrece un modelo diplomático digno en un mundo donde el servilismo ya no paga dividendos.

 

La integración con Brasil también debe ser cultural. En vez de seguir saturando nuestras universidades con pensadores estadounidenses que no comprenden la realidad tropical, deberíamos estudiar a Celso Furtado, Darcy Ribeiro o Sérgio Buarque de Holanda, cuyas ideas sobre desarrollo y civilización latinoamericana tienen mucho más que decirnos que cualquier manual neoliberal traducido desde Harvard. Porque mientras América Central sigue soñando con ser el patio trasero del Norte, Brasil lleva medio siglo pensando cómo ser un centro propio.

 

Incluso su diplomacia actual, bajo el liderazgo de Lula, ha demostrado una madurez que supera a la de cualquier otro gobierno regional. Brasil negocia con China y con Rusia sin renunciar a su autonomía; mantiene relaciones con Estados Unidos sin rendirse ante su agenda; y se posiciona como un árbitro entre Occidente y el Sur Global. América Central, en cambio, se limita a elegir bandos ajenos. Somos espectadores, no actores. Y lo peor: estamos convencidos de que eso es normal.

 

El cambio de eje no es solo estratégico, sino existencial. Girar hacia Brasil significa romper con el complejo de inferioridad que nos ata al Norte. Significa reconocer que el mundo no se reduce al modelo liberal anglosajón ni a su retórica moralista. La multipolaridad no será perfecta, pero al menos ofrece opciones. Y Brasil, con toda su diversidad, su poder industrial, su diplomacia y su visión continental, encarna la posibilidad de una América Latina que deje de ser satélite para convertirse en sistema.

 

 

Pero ese viraje exige voluntad. Exige que nuestras élites políticas dejen de ver en Washington su modelo de civilización y empiecen a entender que el futuro no se escribe en inglés. Que la verdadera independencia no pasa por firmar más tratados de “cooperación” con la USAID o el BID, sino por tejer alianzas horizontales con quienes comparten nuestra historia, nuestro idioma y nuestras cicatrices coloniales. Y ahí, Brasil no es una opción más: es la clave.

 

Si América Central no despierta, el tren de la multipolaridad pasará sin nosotros. Seguiremos atrapados en el pantano de la dependencia, mientras el resto del mundo se reorganiza. Pero si decidimos mirar hacia el sur, si comprendemos que Brasil no es un vecino exótico sino un hermano mayor con el que podemos construir poder real, tal vez logremos escapar del abrazo fúnebre del imperio.

 

Porque la hegemonía estadounidense ya huele a cadáver, y aferrarse a ella es como bailar con un muerto.

 

Para esos liberales anglófilos y afrancesados: el futuro se hablará en español y portugués, con o sin su permiso.


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