EL ESPEJISMO OCCIDENTAL

octubre 15, 2025

 



Han pasado ya muchos años desde que el mundo fue entregado a una maquinaria que convirtió la cooperación en competencia, la comunidad en mercado y la dignidad en cifra. Las viejas asociaciones, los gremios, los oficios que alguna vez sostenían a las naciones, fueron rotos y dispersados por una lógica que no conoce patria ni rostro: la lógica anglosajona del rendimiento. Todo fue reducido a unidades de productividad, a cuotas y a estadísticas. El trabajador dejó de ser una persona para convertirse en un “recurso humano”, y el mundo entero, en una planilla que debe cuadrar.

 

Occidente, en su forma moderna, se erigió sobre esa fractura. Supo vender la división como progreso, la soledad como libertad. Su sistema financiero aprendió a dictar leyes sin parlamento, a imponer disciplina sin látigo. Lo que antaño se llamaba colonización fue refinado en un método más elegante: la deuda, el crédito, el contrato internacional. Ya no hace falta ocupar tierras, basta con hipotecarlas. Ya no es necesario dominar ejércitos, basta con dirigir bancos y algoritmos.

 

El sistema anglo, con su lenguaje de eficiencia y sus templos de cristal, descubrió que la mejor forma de gobernar es hacer creer que nadie gobierna. Se esconde tras conceptos nobles, democracia, libre comercio, derechos humanos, mientras convierte al planeta en un gran tablero de operaciones. Donde antes hubo naciones, hoy hay mercados; donde hubo ciudadanía, hoy hay consumidores; donde hubo soberanía, hoy hay cláusulas en inglés.

 

No fue el trabajo el que se volvió inútil, sino la humanidad la que se volvió prescindible para los cálculos del capital. Millones de hombres y mujeres quedaron fuera del “sistema”, no por falta de voluntad, sino porque las fábricas se detuvieron cuando así lo decidió un fondo de inversión. En cada país repite la misma escena: el campesino arruinado por el agronegocio, el obrero sustituido por la automatización, el pequeño comerciante devorado por la plataforma digital. Todo responde a un mismo centro de mando, a una red que mide la vida en índices bursátiles y que llama estabilidad al sometimiento.

 

El espejismo occidental promete libertad, pero entrega dependencia. Sus élites fabrican consenso y sus medios repiten la liturgia del éxito individual, mientras silencian la devastación que dejan sus propios modelos. Bajo la retórica del desarrollo se ocultan las nuevas formas de servidumbre: tratados que hipotecan el futuro, corporaciones que dictan políticas, universidades que producen tecnócratas en lugar de pensadores. La deshumanización ya no necesita de campos ni alambradas: basta con un algoritmo que decida quién merece crédito, atención médica o empleo.

Y, sin embargo, este sistema ha logrado algo todavía más profundo: ha hecho que las víctimas lo admiren. Que los pueblos midan su progreso por su grado de imitación, que repitan las fórmulas del dominador como si fueran su salvación. Occidente, que se presenta como modelo universal, no exporta prosperidad sino desarraigo; no enseña libertad sino competencia; no construye civilización sino dependencia perpetua.

 

No hay conspiración en esto, sino estructura. No hay un enemigo oculto en las sombras, sino un entramado de poder que se reproduce en las instituciones, en los hábitos, en el pensamiento. Es la moral de la ganancia que se volvió religión; el culto del crecimiento sin fin que devora recursos, lenguas, culturas y afectos. Es la maquinaria que necesita crisis para renovarse y guerras para sostener su orden.

 

El mundo anglosajón construyó su dominio sobre la idea de que su modelo era inevitable. Pero ningún orden es eterno. Detrás de sus pantallas y sus discursos, el desgaste es visible: sociedades fatigadas, política vacía, generaciones sin fe. Tal vez la tarea de este siglo no sea conquistar ese mundo, sino dejar de creer en él. Recuperar lo que destruyó: el sentido de comunidad, la soberanía del trabajo, la dignidad del tiempo humano. Porque mientras exista quien crea que el espejismo occidental es la única forma de civilización, la dependencia seguirá disfrazada de progreso y el sometimiento, de destino.

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