CHUSMA CON CORBATA: LA MEDIOCRIDAD EN EL PODER
octubre 01, 2025
«Cuanto más alto trepa el mono,
más enseña el culo»
Proverbio
Este proverbio captura de manera cruda lo que sucede en la política de Honduras y gran parte de Latinoamérica. Cada vez que uno de estos personajes sube al poder, en lugar de mostrar grandeza, revela sin vergüenza toda su mediocridad. La política en nuestra región, más que un espacio de servicio, se ha transformado en un circo donde la chusma, ya sea con corbata o con pancarta, se adueña del escenario.
No se trata de izquierdas ni de derechas. La etiqueta ideológica es solo un disfraz que oculta el mismo vacío moral e intelectual. La izquierda se aferra a consignas obsoletas, reciclando discursos que ya no convencen ni a ellos mismos, mientras que la derecha se escuda en una falsa formalidad que solo disimula su decrepitud. Ambas son ramas de un mismo árbol podrido: diferentes estilos para el mismo engaño.
En Honduras, esto se ve con
claridad. Candidatos que regresan cada cuatro años como fantasmas no deseados,
líderes que viven de promesas repetidas hasta el cansancio y jóvenes políticos
inflados por las redes sociales que piensan que un “like” es sinónimo de
liderazgo. Este fenómeno no es exclusivo: en toda Latinoamérica desfilan
presidentes convertidos en bufones, congresistas que parecen payasos mediáticos
y ministros que podrían protagonizar una telenovela de bajo presupuesto.
Y si alguien tiene dudas sobre el nivel de esta chusma, solo hay que recordar los escándalos internacionales recientes. La “fiesta” que se organizó en la embajada de Honduras en Colombia en 2013, con prostitutas, transexuales y un exceso de alcohol, fue un verdadero bochorno diplomático durante el gobierno de la autoproclamada derecha conservadora. Quedó claro que para algunos funcionarios, la sede de su país en el extranjero no es más que un burdel con bandera. Años después, en 2025, con la supuesta izquierda de valores humanistas y democráticos en el poder, el espectáculo no cambió de guion: se abrió otro capítulo de vergüenza internacional con el caso del diplomático hondureño en Corea del Sur, sorprendido borracho a mediodía, manoseando a un hombre en plena calle, como si representar al Estado fuera una licencia para la degeneración pública. Estos episodios no son excepciones; son un reflejo fiel de la clase política y diplomática que el país produce.
La vulgaridad ya no se oculta: ahora se presume. Muchos políticos convierten su ignorancia en una bandera, celebran lo chabacano como si fuera autenticidad y hacen de la mediocridad un mérito. No hace falta mencionar nombres: cualquiera que observe un debate parlamentario o un mitin de campaña encontrará ejemplos de sobra. Narcisistas incapaces de gestionar lo más mínimo, pero siempre listos para exigir privilegios y aplausos.
Este desastre es el resultado de décadas de sistemas educativos arruinados, de familias quebradas y de sociedades que confundieron igualdad con uniformidad hacia abajo. En nombre de la “igualdad”, se justificó que cualquiera, sin preparación ni carácter, pudiera aspirar a gobernar. El resultado es una clase política cada vez más incompetente, mientras que aquellos que realmente tienen talento y valores prefieren mantenerse al margen, sabiendo que entrar en ese fango solo los ensuciaría.
La paradoja es que las personas más humildes, ya sea en el campo o en los barrios urbanos, a menudo muestran una compostura, un sentido de dignidad y una rectitud que superan con creces a la clase dirigente. Existen individuos que, con esfuerzo, disciplina y honradez, destacan, pero raramente tienen acceso a los espacios de decisión. La política, atrapada por la chusma, se ha convertido en un obstáculo que impide que los mejores lleguen a la cima.
El error más grave de nuestra época es haber transformado a los líderes en un reflejo de lo peor de la sociedad. Antes se decía que el político debía parecerse al pueblo; hoy se espera que sea incluso más vulgar, más burdo y más mediocre que el ciudadano común. El “pueblo llano” ha terminado representado por caricaturas que no solo no lo dignifican, sino que lo degradan.
Latinoamérica necesita recuperar el sentido de lo evidente: las sociedades deben ser gobernadas por los mejores, no por los peores. Y los mejores no son necesariamente los más ricos, ni los más conocidos, ni los más ruidosos, sino aquellos que poseen carácter, disciplina, inteligencia y un compromiso con el bien común. Eso se llama meritocracia, eso se llama justicia.
Lo que tenemos hoy, congresos
convertidos en escenarios de escándalo, presidentes dedicados al espectáculo,
diplomáticos que parecen borrachos de bar, y partidos políticos que se asemejan
a clubes de oportunistas, no es democracia ni progreso. Es, simplemente, el
espectáculo obsceno de la chusma en el poder.
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