LA MACABRA MENTALIDAD DEL LIBERALISMO ANGLOSAJÓN

octubre 21, 2025

 


Desde hace siglos, la historia del mundo se ha ido tejiendo bajo la sombra de una garra invisible: la del liberalismo anglosajón. Nació entre los bancos de Londres y las colonias del Atlántico, creció con las guerras que desangraron continentes, y hoy, bajo el disfraz amable de la democracia liberal y la tecnología global, ha extendido sus dedos hasta el último rincón del planeta. No hay región, ni cultura, ni pueblo que escape de su lógica envolvente, de su economía de la dependencia y del relato moral con que justifica su dominio. El mundo actual, donde todo se mide en dólares y en algoritmos, es el resultado final de un proceso de siglos: la imposición de un modelo nacido en las islas británicas y perfeccionado por los Estados Unidos, que hizo de la codicia una virtud y del control un deber civilizatorio.

 

El liberalismo anglosajón no conquistó territorios únicamente con cañones o tratados. Lo hizo con símbolos, con instituciones y con una ideología cuidadosamente maquillada de progreso. En el siglo XIX, el Imperio Británico se presentaba como portador de luz ante los “pueblos atrasados”; en el XXI, Washington y Londres se proclaman defensores de los derechos humanos mientras financian guerras, bloqueos y golpes de Estado. La gramática del dominio cambió, pero no su esencia. Lo que antes se imponía con el hierro de la Royal Navy, hoy se ejecuta con la diplomacia del FMI, los tratados comerciales, las sanciones financieras y los sermones mediáticos. Es un poder que no se grita: se susurra desde las pantallas, se normaliza en los libros de texto, se reproduce en los discursos de los “expertos” y se instala en la mente colectiva con la eficacia de un virus.

 

Los anglosajones han logrado algo que ni los imperios antiguos ni las potencias modernas consiguieron del todo: hacer que el mundo desee su dominación. Su triunfo no reside únicamente en la fuerza militar, sino en la creación de un universo simbólico donde el inglés es el idioma de la razón, la economía de mercado es el destino natural de la humanidad, y toda resistencia es vista como barbarie o atraso. Así, el sometimiento se vuelve aspiración. Los pueblos que fueron saqueados por sus corporaciones o bombardeados por sus ejércitos, hoy anhelan sus universidades, su estilo de vida, sus plataformas digitales y sus series de televisión. El colonialismo, rebautizado como globalización, ya no necesita látigos ni virreyes: basta con un teléfono inteligente y un contrato de deuda.

 

El dinero anglosajón, aquel que en el siglo XIX fluía desde la City de Londres hacia las minas de África y las plantaciones del Caribe, hoy circula en forma de capital especulativo a través de paraísos fiscales y fondos de inversión que deciden la suerte de naciones enteras. Los bancos británicos y estadounidenses controlan los mecanismos de pago, las aseguradoras globales, las agencias de calificación y los sistemas de deuda. Ningún país puede escapar del ojo de ese engranaje: si una nación intenta salirse del libreto, como lo hicieron en su momento Libia, Venezuela o incluso ciertos estados europeos, las sanciones, los sabotajes financieros y las campañas mediáticas aparecen con la precisión de un reloj suizo. En este teatro, la “libertad de mercado” no significa libertad para los pueblos, sino para el capital; y la “democracia” no es más que un manual de administración útil para garantizar que los negocios continúen sin sobresaltos.

 

Mientras tanto, las grandes corporaciones anglosajonas, que se presentan como motores del progreso humano, funcionan como los nuevos virreyes del siglo XXI. Google, Apple, Amazon, Microsoft y Meta no son empresas: son estructuras de poder que controlan la información, la comunicación y la psicología global. Han logrado lo que los imperios clásicos soñaron sin conseguir: convertir al sujeto dominado en su propio carcelero. Las redes sociales, supuestamente espacios de libertad, son en realidad laboratorios de manipulación emocional y política. Cada “me gusta”, cada búsqueda, cada opinión, se traduce en datos, y esos datos, la materia prima más codiciada del mundo contemporáneo, son propiedad de un puñado de corporaciones que responden, cómo no, al eje anglosajón. La colonización ya no se impone con banderas ni ejércitos, sino con interfaces.

 

El mismo espíritu de codicia que animó a los piratas ingleses del siglo XVII sigue latiendo en las bolsas de Nueva York y Londres. Solo cambió la mercancía. Antes eran esclavos, oro, especias o azúcar; hoy son petróleo, litio, software y atención humana. Lo que permanece es la misma estructura: el saqueo disfrazado de comercio, la rapiña envuelta en la retórica de la libertad. En nombre de la competencia, destruyen industrias nacionales; en nombre de la inversión, compran gobiernos enteros; en nombre de los derechos, bombardean ciudades. Así han logrado que el crimen parezca justicia y que la servidumbre se confunda con civilización.

 

Europa continental, antaño centro de resistencia cultural, terminó plegándose al orden anglosajón tras la Segunda Guerra Mundial. Alemania, Francia, Italia, todas se rindieron a la arquitectura financiera de Bretton Woods y al escudo militar de la OTAN. Londres, el viejo corazón imperial, entregó su cetro a Washington, pero conservó su influencia: las islas ya no gobiernan el mundo directamente, pero siguen actuando como cerebro moral del sistema. Washington ejecuta, Londres legitima. Y ambos se reparten los despojos con un ritual de respeto mutuo. De esa alianza nació la maquinaria que hoy dicta las reglas del mundo: el complejo militar-industrial, el poder financiero global y el aparato mediático internacional que fabrica consensos.

 

El periodismo anglosajón, elevado a la categoría de juez universal, ha reemplazado la diplomacia por la propaganda. Las guerras ya no se declaran: se “justifican” con informes fabricados en oficinas de inteligencia y amplificados por medios que fingen independencia. Desde Irak hasta Ucrania, el guion es el mismo: primero se demoniza, luego se bombardea, después se reconstruye a precios de oro. Y cuando los cadáveres se enfrían, los noticieros hablan de “democracia restaurada”. La verdad ya no importa, porque el público, saturado de distracciones y series de Netflix, ha perdido toda capacidad crítica. La manipulación se ha vuelto estética.

 

América Latina, África y gran parte de Asia continúan siendo las zonas de extracción de recursos y de mano de obra barata. La diferencia es que ya no hay colonias formales: ahora se llama “inversión extranjera directa”. Los tratados de libre comercio son la versión moderna del cañonero. Si una nación intenta nacionalizar sus recursos, el sistema financiero anglosajón reacciona como un organismo herido: la moneda cae, los bancos retiran capitales, los medios claman “crisis institucional” y pronto aparece un nuevo gobernante dispuesto a obedecer. Así se mantiene la ilusión de soberanía mientras se administra la dependencia. El orden anglosajón no necesita conquistar: le basta con comprar, endeudar y entretener.

 

En los últimos años, la garra del liberalismo anglosajón se ha vuelto digital, ubicua y casi invisible. Silicon Valley es el nuevo parlamento del mundo. Desde allí se dictan las normas del pensamiento aceptable, se censura lo incómodo, se entroniza la superficialidad y se uniformiza la sensibilidad global. La moral que predican no nace del humanismo, sino del marketing. Se construyen causas con la misma lógica con que se venden teléfonos: cada campaña moral, cada moda política, cada indignación viral es parte del negocio. El individuo, convertido en consumidor moral, se siente partícipe del cambio mientras refuerza el mismo sistema que lo vacía.

 

El poder anglosajón, que se jacta de su racionalidad, ha alcanzado niveles de dogmatismo religioso. Quien critique su hegemonía es acusado de extremista, de enemigo de la libertad o, peor aún, de no estar “a la altura del mundo moderno”. Los viejos inquisidores fueron reemplazados por opinadores de televisión y algoritmos de censura. Ya no queman libros: los invisibilizan en los buscadores. Ya no encarcelan disidentes: los desacreditan. Y cuando un país resiste, como Rusia, China, Irán o cualquier otro que se niegue a obedecer, el aparato entero se activa: sanciones, bloqueos, campañas, sabotajes, todo en nombre de la paz.

 

La ironía final es que los pueblos que más sufren las consecuencias del liberalismo anglosajón siguen creyendo en sus promesas. Siguen migrando hacia sus fronteras, adoptando su idioma, imitando su estética y soñando con sus estándares. Es el triunfo perfecto de un imperio que ya no necesita proclamarse: su victoria es que nadie lo llame por su nombre. La globalización, ese término que suena a armonía, es solo la máscara amable de un sistema que concentra la riqueza en pocas manos y reparte la miseria con precisión matemática.

 

Pero la garra tiene fisuras. La crisis climática, las guerras interminables, las desigualdades obscenas y la fatiga moral de las sociedades occidentales anuncian el ocaso de su mito. El mundo empieza a percibir la farsa. Nuevos polos emergen, nuevas alianzas se tejen fuera del eje atlántico. Sin embargo, el monstruo no cede fácilmente: intenta reinventarse en cada crisis, colonizar cada resistencia, absorber cada alternativa. Porque el liberalismo anglosajón no se define por su bandera, sino por su capacidad de mutar. Su esencia es la apropiación: de la riqueza, del relato, de la moral y de la mente.

 

Y es aquí donde la verdadera lucha se libra, no con armas ni tratados, sino con conciencia. El enemigo ya no tiene rostro visible ni uniforme: se disfraza de modernidad, de libertad, de derechos humanos y de progreso tecnológico. Su dominio se perpetúa mientras el mundo crea que no hay alternativa. Pero cada idioma que resiste, cada cultura que se niega a desaparecer, cada país que reclama soberanía, cada persona que cuestiona la narrativa impuesta, es una grieta en la coraza del imperio.

 

La garra del liberalismo anglosajón ha moldeado el mundo con precisión quirúrgica, pero su poder no es eterno. Todo imperio cae, y este caerá no por fuerza exterior, sino por el peso de su propia mentira. Porque ningún sistema puede sostenerse indefinidamente sobre la desigualdad, el saqueo y la arrogancia moral. Y cuando la historia cierre su ciclo, cuando el polvo de las guerras se asiente y el humo digital se disipe, los pueblos volverán a mirar atrás y comprenderán que el verdadero enemigo no era una nación ni una cultura, sino una forma de pensar: la que convirtió la codicia en destino y la sumisión en virtud.


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