Sí, Occidente va a colapsar. Pero, ¿qué tan desastroso será?

octubre 23, 2025




Ya muchos auguraban la caída de Occidente. Emmanuel Todd, quien predijo con antelación el colapso de la URSS, incluso admite haberse sentido impactado por la magnitud del desastre para el pueblo ruso y sus vecinos. Pero mientras Occidente disfrutaba de su auge unipolar, especialmente Estados Unidos, Todd señalaba con fuerza que también veríamos el final del poder occidental, mientras muchos otros proclamaban el “fin de la historia” y aseguraban que el nuevo siglo americano del “gringo eterno” se quedaría con nosotros para siempre. Bueno, eso no era más que un espejismo. No fue así.

Las puertas monolíticas de la historia se abrieron, y el fin de la historia no llegó. La utopía liberal, aquella que prometía progreso, libertad y prosperidad universal, ahora se desmorona; pero el desastre que arrastra consigo es difícil de medir. Será un colapso sin precedentes, de una magnitud que pocas veces ha visto la humanidad, que afectará no solo a instituciones y gobiernos, sino también a la fe colectiva, a la cultura y al sentido mismo de la vida cotidiana.

Occidente no enfrentará simplemente un declive; se precipita hacia una catástrofe civilizatoria total, un derrumbe integral de sus creencias, instituciones y mitos fundacionales. Lo que viene no es un giro político ni un reajuste económico: es la liquidación de un ciclo histórico, la desintegración de un mundo que creyó poder reemplazar a Dios por el Hombre, al alma por la técnica, a la verdad por la estadística. La civilización que se presentó como cumbre del progreso humano descubrirá, demasiado tarde, que su progreso era una forma refinada de autodestrucción.

La democracia liberal, otrora símbolo de libertad y razón, se mostrará como lo que siempre fue: una máquina de consenso al servicio del mercado, una fachada moral detrás de la cual se ocultaba la dominación económica. La ciencia, despojada de su manto sagrado, será vista como un instrumento que ya no ilumina, sino que oscurece: una técnica sin finalidad, devorando recursos, cuerpos y sentidos. La educación, convertida en industria de títulos y deudas, se derrumbará junto a la idea misma de conocimiento. La igualdad y la justicia, que alguna vez se pronunciaron con solemnidad, serán palabras huecas en bocas hambrientas.

El proceso no será una transición, sino un colapso convulsivo y obsceno. Las instituciones, carentes de legitimidad y de alma, se desmoronarán como decorados de cartón. Los Estados, impotentes ante la multiplicación de crisis, responderán con automatismos: represión, propaganda, pánico. Las ciudades, antes vitrinas del éxito occidental, se convertirán en laberintos de decadencia, fragmentadas entre zonas fortificadas y ruinas olvidadas. Los vínculos humanos, ya erosionados por el individualismo, se desintegrarán por completo: cada individuo será una isla cercada de miedo y desconfianza. La soledad se convertirá en el nuevo modo de existencia, y la violencia, en el único lenguaje común.

La economía, sostenida por una arquitectura global dependiente de flujos financieros artificiales, implosionará sin aviso. Los mercados colapsarán ante su propia abstracción; el dinero perderá su aura de realidad. Sin trabajadores capacitados, sin fe en el esfuerzo ni en la comunidad, los países occidentales se verán incapaces de producir siquiera lo esencial. La escasez no será pasajera: se volverá estructural, una condición permanente. Y en medio del caos, las antiguas promesas de bienestar, el consumo, la comodidad, el entretenimiento,  se revelarán como opio espectros, reliquias de un sueño publicitario que ya nadie puede sostener.

La dimensión moral y espiritual del derrumbe será aún más devastadora. El hombre occidental, que creyó emanciparse de la religión, descubrirá que no puede vivir sin un sentido trascendente. Pero cuando intente recuperarlo, hallará que su lenguaje simbólico está muerto, que su alma fue sustituida por algoritmos y pantallas. Las iglesias serán ruinas vacías, los templos del consumo estarán en silencio, y el alma colectiva de Occidente vagará como un fantasma que no sabe que ha muerto.

Sin referentes ni certezas, el nihilismo dejará de ser una corriente filosófica para volverse una condición existencial masiva. No se tratará ya de negar a Dios, sino de no tener siquiera la capacidad de formular la pregunta. Las generaciones criadas en la virtualidad, incapaces de distinguir lo real de lo simulado, crecerán sin sentido del tiempo ni de la historia. Lo humano, reducido a impulso y consumo, se volverá irreconocible incluso para sí mismo.

En el plano político, la escena será de anarquía posdemocrática: gobiernos que gobiernan sin pueblo, parlamentos vacíos, leyes que nadie respeta ni teme. La violencia se fragmentará en mil formas: ideológica, tribal, digital, psicológica. Surgirán movimientos mesiánicos, cultos tecnológicos, pseudo espiritualidades que prometan redención entre ruinas. Pero nada logrará restaurar el tejido roto. El ciudadano occidental, antes orgulloso de su libertad, descubrirá que fue siempre un siervo del sistema que ahora se desmorona.

El mito del progreso, piedra angular de la modernidad, será el primero en caer. Las guerras, las crisis ecológicas, los colapsos demográficos y mentales mostrarán que “avanzar” significaba marchar hacia el abismo. La supuesta superioridad moral de Occidente se volverá una broma cruel ante su propio desastre. Su tecnología, que prometió liberación, será su verdugo: una inteligencia sin conciencia, una red sin alma, un poder sin propósito.

La caída será dantesca, pero no sublime: no habrá épica ni heroísmo, solo un largo derrumbe envuelto en ruido y vacío. Los que sobrevivan no sabrán qué reconstruir, porque ya no creerán en nada. Occidente no será destruido por enemigos externos, sino por la extenuación de su espíritu, por la saturación de su mentira, por el agotamiento de su fe en sí mismo.

Y cuando todo se haya desplomado, cuando las pantallas se apaguen, las universidades se vacíen, los mercados callen y los gobiernos sean caricaturas, solo quedará una pregunta suspendida sobre las ruinas:

¿Qué era, en realidad, Occidente?

¿Una civilización o un espejismo? ¿Una promesa o un error prolongado?

Tal vez entonces, en medio del polvo y el silencio, comience algo distinto. No un renacimiento, sino una lenta toma de conciencia: que el fin de Occidente no es el fin del mundo, sino el fin de una forma de creer en él.


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