Resulta sorprendente, por no
decir revelador, que dos de los momentos más delicados y reveladores de la
historia del llamado Occidente liberal, la República de Weimar y la Rusia de
los años noventa, permanezcan tan poco abordados, casi invisibles, dentro de la
historiografía dominante. La historia oficial no los analiza con detenimiento:
los esquiva, los diluye, los oculta. Y esa omisión no es casual; es deliberada.
¿Por qué se silencian estos
episodios? Porque ambos representan el fracaso más profundo del modelo liberal
en sus propios términos: el colapso total de la sociedad, la destrucción del
tejido moral, el vacío político y económico que produce el “mercado libre”
cuando se impone sobre ruinas. Weimar fue el resultado inmediato del fin de la
Primera Guerra Mundial; Rusia, la consecuencia directa del final de la Guerra
Fría. Dos momentos separados por setenta años, pero unidos por una misma
catástrofe: el intento de imponer una paz liberal sobre pueblos devastados.
El discurso liberal siempre
selecciona sus ejemplos. Habla con orgullo de Singapur, del “milagro europeo”
tras 1945, de la prosperidad estadounidense (aunque hoy se pudra entre
desigualdades y crisis morales). Pero jamás menciona los costos humanos y sociales
de sus fracasos. No hablará de Weimar, ni de la Rusia postsoviética, ni del
infierno neoliberal en América Latina o África. La historia del liberalismo se
cuenta a sí misma desde el éxito, nunca desde el desastre que deja a su paso.
Sin embargo, aún quedan
historiadores con dignidad intelectual, con la lucidez necesaria para mirar los
escombros y reconocer la catástrofe. Véase el ejemplo de Alex Krainer y su obra
El gran engaño, en la cual este texto toma como base dicha obra y se inscribe
en esa línea: en la necesidad de revisar críticamente lo que significó la
“transición” rusa de los años noventa, esa supuesta apertura a la libertad que,
en realidad, fue una desintegración nacional sin precedentes.
Y aquí hay una cuestión que debe
enfatizarse: el latinoamericano promedio no alcanza a comprender la magnitud
del trauma ruso. América Latina, históricamente, ha vivido en crisis; ha
soportado ciclos de endeudamiento, inflación y desigualdad como constantes
estructurales. Para nosotros, el neoliberalismo de los noventa fue una
continuidad del deterioro. Pero para Rusia, una potencia industrial, con pleno
empleo, estabilidad social y un Estado omnipresente, la llamada “transición”
fue un desmantelamiento apocalíptico.
Pasar de la seguridad del
trabajo, la vivienda garantizada y las calles limpias, seguridad plena en toda
la nación, a un país dominado por mafias, hambre, miseria y corrupción
generalizada, fue un golpe existencial. Rusia no pasó de una crisis a otra:
pasó de un orden imperfecto, pero funcional, al vacío absoluto. Por eso el
latinoamericano no puede dimensionar lo que significó ese colapso: porque jamás
ha visto desaparecer un Estado industrial en cuestión de meses.
Lo que para Occidente fue
“terapia de choque”, para Rusia fue una guerra silenciosa. Una guerra sin
frentes ni ejércitos, pero con los mismos muertos, la misma devastación y la
misma huella moral que deja toda invasión.
El colapso
Cuando el 25 de diciembre de 1991
la bandera roja de la Unión Soviética fue arriada del Kremlin, el mundo celebró
el fin de una era. En las calles de Washington y Bruselas se habló del “triunfo
de la libertad sobre el totalitarismo”. El bloque soviético se había
derrumbado, y Rusia, heredera del gigante caído, emprendía su transición al
capitalismo y a la democracia. Pero detrás de los discursos optimistas y los
flashes de la prensa occidental, se gestaba una de las catástrofes humanas y
económicas más devastadoras del siglo XX.
El economista John Maynard
Keynes había advertido:
“No hay medio más sutil, ni más
seguro, para derrocar la base existente de la sociedad que corromper la
moneda”.
Esa frase se materializó en la
Rusia postsoviética. Lo que se presentó como una “reforma económica” fue, en
realidad, una demolición controlada de un Estado. Las promesas de prosperidad
se tradujeron en hambre, saqueo y desesperación.
Durante la década de 1990, Rusia
perdió más vidas que durante cualquier guerra moderna sin haber disparado una
sola bala. Fue un colapso total: político, económico, social y moral.
La “terapia de choque”: el veneno del mercado
libre
El plan tenía un nombre tan
clínico como engañoso: “terapia de choque”. Diseñado por un grupo de
economistas occidentales encabezados por Jeffrey Sachs, Anders Åslund y el ruso
Egor Gaidar, bajo la supervisión del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del
Departamento del Tesoro de Estados Unidos, el programa pretendía “curar” a la
economía rusa mediante privatización, liberalización y austeridad fiscal.
El Harvard Institute for
International Development (HIID), financiado por la Agencia de EE. UU. para el
Desarrollo Internacional (USAID), envió docenas de consultores a Moscú. Su
misión era “ayudar a Rusia a construir una economía de mercado moderna”. En los
hechos, esos “asesores” redactaron las leyes que permitirían el saqueo más
grande de bienes públicos en la historia moderna.
Los precios fueron liberalizados
de la noche a la mañana. El rublo se desplomó. Los salarios desaparecieron. Los
ahorros de toda una vida se convirtieron en papel sin valor. El gobierno de
Boris Yeltsin, aconsejado por el FMI, eliminó subsidios básicos, recortó el
gasto público y desmanteló los mecanismos de control estatal. La medicina que
se aplicó, bajo el nombre de “reforma”, resultó ser veneno puro.
Entre 1992 y 1994, los precios se
multiplicaron por más de cien veces. La inflación superó el 2.500% anual. En
pocos meses, millones de familias vieron cómo sus ahorros, pensiones y salarios
quedaban pulverizados. Los jubilados morían congelados porque ya no podían
pagar calefacción.
Occidente lo celebró como “el
nacimiento de la libertad económica”.
El saqueo planificado
La segunda fase del plan fue la
privatización masiva. Bajo la dirección de Anatoly Chubais, las antiguas
empresas públicas, gigantes industriales, refinerías, minas, redes eléctricas,
fueron vendidas por precios simbólicos. Lo que había sido el orgullo de la
industria soviética fue transferido a un puñado de individuos bien conectados
con el poder político y con los consultores occidentales que diseñaban las
reglas del juego.
Así nacieron los oligarcas:
Berezovsky, Abramovich, Potanin, Khodorkovsky, entre otros. En cuestión de
meses, pasaron de no tener nada a controlar sectores enteros de la economía
nacional.
Las subastas fueron una farsa.
Por ejemplo, Norilsk Nickel, la mayor empresa de metales del mundo, fue vendida
por apenas 170 millones de dólares; su valor real era decenas de miles de
millones. El petróleo ruso, Sibneft, Yukos, Lukoil, fue repartido entre clanes
financieros. Los bancos sirvieron como túneles para transferir dinero a cuentas
en Suiza y Londres.
Los asesores occidentales sabían
lo que ocurría. Documentos internos del FMI, desclasificados años después,
revelan que las privatizaciones “no cumplían estándares mínimos de
transparencia”, pero fueron aprobadas igual. La prioridad era consolidar el nuevo
orden capitalista, no salvar al pueblo ruso.
Un país en ruinas
En menos de tres años, Rusia pasó
de ser una superpotencia industrial a un país semidestruido. La producción
industrial cayó un 60%; la agrícola, un 40%. El PIB se redujo casi a la mitad.
La infraestructura colapsó. Las fábricas cerraron, los salarios dejaron de
pagarse y millones quedaron desempleados.
La criminalidad explotó. Las mafias,
muchas surgidas de exagentes del KGB y del ejército, controlaban regiones
enteras. Moscú y San Petersburgo se convirtieron en campos de batalla. Cada
semana había coches bomba, secuestros, asesinatos políticos. Los jueces eran
sobornados, la policía vendía protección y la corrupción impregnaba todo el
aparato estatal.
El Estado ruso dejó de funcionar.
Los hospitales no tenían medicinas, las escuelas cerraban por falta de fondos,
los profesores trabajaban sin cobrar durante meses. Los soldados pedían comida
en las calles. Las regiones amenazaban con independizarse. Rusia, en 1993,
estaba al borde de la desintegración territorial.
Ese mismo año, cuando el
parlamento intentó resistir las reformas neoliberales y denunciar el saqueo,
Yeltsin ordenó a los tanques abrir fuego contra el Congreso. Cientos murieron.
Washington y Bruselas celebraron la masacre como una “defensa de la democracia”.
El costo humano: una guerra
sin bombas
Entre 1991 y 1999, la población
rusa cayó en más de seis millones de personas. Fue la mayor catástrofe
demográfica en tiempos de paz de toda la historia moderna.
La tasa de mortalidad aumentó un
60%. El promedio de vida masculina cayó de 68 años a apenas 57. Millones de
hombres jóvenes murieron por enfermedades, alcoholismo, violencia o suicidio.
El Banco Mundial reconoció que
más de 70 millones de personas vivían en la pobreza, y una cuarta parte en lo
que llamó “pobreza desesperada”.
El sistema sanitario colapsó.
Regresaron enfermedades que habían sido erradicadas: sarampión, difteria,
tuberculosis. La malnutrición infantil alcanzó niveles de guerra. En las zonas
rurales, los niños iban a la escuela con hambre. En las ciudades industriales,
la depresión se convirtió en epidemia.
El economista canadiense Michel
Chossudovsky describió el proceso con una frase escalofriante:
“Fue un genocidio económico”.
Y no era metáfora. Entre cinco y
seis millones de muertes excedentes ocurrieron en menos de una década, el 4% de
la población. En comparación, el Reino Unido perdió el 0,9% durante la Segunda
Guerra Mundial; Francia, el 1,3%; Estados Unidos, el 0,3%.
La paz liberal fue tan mortal
como la guerra nazi
La psicología del colapso
El trauma colectivo fue inmenso.
La gente perdió no solo su sustento, sino su sentido de dignidad. El orgullo
nacional, cultivado durante décadas, se desmoronó. Millones sintieron que su
país había sido entregado como botín a intereses extranjeros.
El alcoholismo se convirtió en un
escape masivo. Las calles de Moscú se llenaron de mendigos, veteranos sin
pensión, mujeres vendiendo pertenencias por pan.
El índice de suicidios se
duplicó. Las familias se fragmentaron.
Las mujeres jóvenes,
especialmente en regiones empobrecidas, comenzaron a emigrar masivamente o a
prostituirse para sobrevivir.
Rusia, que había enviado al
hombre al espacio y derrotado al nazismo, se encontraba reducida a un estado de
humillación social y espiritual.
El laboratorio neoliberal
Los años 90 en Rusia fueron
también un experimento.
Occidente los observaba con una
mezcla de paternalismo y euforia. Editoriales del New York Times y del
Washington Post hablaban del “milagro del mercado”. En 2015, el propio
Washington Post recordaría con orgullo que “miles de estadounidenses fueron a
Rusia para ayudar a construir una sociedad libre”.
Pero aquella “cooperación” fue
una cobertura para la dominación económica.
Cuando el propio Borís Yeltsin
recorrió los Estados Unidos en septiembre de 1989, quedó fascinado con el
brillo y la abundancia que vio en Houston y Miami. En un supermercado de Clear
Lake, Texas, observó con asombro la variedad y cantidad de productos al alcance
de cualquier estadounidense promedio. Confesó que ni siquiera los miembros del
Politburó podían soñar con semejante abundancia.
Esa imagen lo marcó. Aquella
visión de los pasillos interminables, los colores brillantes y los rostros
sonrientes se le grabó como una promesa: si los estadounidenses habían
alcanzado tal prosperidad, seguir su modelo debía ser el camino correcto. Yeltsin
volvió a Moscú convencido de que Rusia también podía convertirse en una tierra
de riqueza, libertad y modernidad, si solo seguía los consejos de Occidente.
Pero donde los reformadores rusos
vieron el señuelo, no vieron el anzuelo.
La generosa amabilidad externa de
los líderes estadounidenses desarmó a los rusos que pensaban que, al dejar el
comunismo atrás, ahora serían amigos y aliados de Washington.
Esa ilusión fue reforzada por la
amistad sincera de los muchos occidentales que llegaron a Moscú con genuino
entusiasmo por ayudar.
Sin embargo, quienes realmente
dirigían aquel proyecto no eran altruistas ni solidarios.
Su mentalidad seguía anclada en
las animosidades de la Guerra Fría, y su objetivo no era la reconstrucción,
sino la rendición: derrotar, desmembrar y saquear a Rusia, dejarla tan
empobrecida y humillada que jamás pudiera desafiar de nuevo la hegemonía estadounidense.
El FMI y el Banco Mundial
actuaron como arquitectos del nuevo orden. Cada préstamo venía condicionado a
despidos masivos, recortes sociales y eliminación de subsidios. Los técnicos
occidentales, desde despachos en Moscú y Washington, dictaban las leyes que el
parlamento ruso debía aprobar.
Cuando los efectos se hicieron insoportables,
cuando la población empezó a morir literalmente de hambre, la respuesta del FMI
fue exigir más disciplina fiscal.
Rusia fue transformada en un
laboratorio del neoliberalismo extremo, un campo de pruebas donde se aplicó la
receta que luego se exportaría a América Latina, África y Asia: privatización,
desregulación, dependencia y deuda.
La humillación y el renacimiento
A finales de los 90, Rusia estaba
quebrada, dividida, con su soberanía hipotecada. El país debía miles de
millones al FMI, su ejército estaba en ruinas, su élite se enriquecía mientras
el pueblo pasaba hambre.
En ese contexto emergió Vladimir
Putin.
Cuando llegó al poder en 1999, el
caos era total. Pero Putin entendió algo que Occidente no: la gente no quería
libertad abstracta, quería orden, dignidad y comida. Su promesa no fue
democracia, sino estabilidad.
Restableció el control del Estado
sobre las empresas estratégicas, redujo el poder de los oligarcas y puso fin a
la influencia directa de los “asesores” extranjeros. Para millones de rusos, su
ascenso significó el fin del infierno.
Mientras en Occidente lo tildaban
de autócrata, dentro de Rusia muchos lo veían como el hombre que había salvado
al país de la disolución total.
Putin no nació del autoritarismo,
sino del trauma del liberalismo.
La lección no aprendida
Lo que ocurrió en Rusia no fue un
accidente histórico, sino un ensayo global. Un experimento de ingeniería
económica donde una superpotencia fue reducida a cenizas para servir como
ejemplo del “nuevo orden Liberal occidental”.
Las consecuencias todavía definen
la geopolítica actual: la desconfianza rusa hacia Occidente, su política de
soberanía económica, su rechazo al tutelaje extranjero.
La década de 1990 no fue una
transición a la libertad, sino una ocupación económica cuidadosamente
planificada, una invasión sin ejércitos, pero con los mismos efectos
devastadores. Las armas no fueron tanques ni misiles, sino decretos, préstamos
y privatizaciones. El enemigo no llegó con banderas, sino con maletines y
sonrisas de consultor. A cambio de promesas de prosperidad, se entregó la
soberanía. A cambio de “ayuda internacional”, se impuso la miseria.
Bajo el disfraz de la reforma se
ejecutó un saqueo institucionalizado con rostro humanitario. El expolio se
presentó como medicina, el hambre como ajuste necesario y la ruina como precio
de la democracia. Las fábricas cerraban mientras los titulares occidentales
celebraban la “libertad del mercado”. Millones de vidas se extinguían mientras
los tecnócratas brindaban por el éxito del experimento ruso. Occidente lo llamó
“terapia de choque”. Pero no hubo curación, sino amputación: un país entero
desangrado en nombre del progreso.
Los noventa fueron el campo de
pruebas de un nuevo tipo de conquista: la conquista financiera, donde el valor
de una nación se medía en su capacidad de obedecer. Rusia fue convertida en un
laboratorio de neoliberalismo extremo, un espacio donde se experimentó con la
economía y la dignidad humana como si fueran variables de un modelo matemático.
Las cifras reemplazaron las vidas; los informes, las tumbas.
Y cuando todo terminó, cuando el
humo del desastre se disipó y el país quedó de rodillas, los vencedores
escribieron los informes finales: “Reformas exitosas. Democracia consolidada.
Mercado libre.” Pero bajo esas palabras se escondía un cementerio.
La historia no recordará los
nombres de los burócratas que firmaron aquellos planes, ni los de los
consultores que enseñaban economía desde hoteles de lujo mientras millones
morían de frío. Recordará, en cambio, que una nación entera fue sometida sin
que se disparara una sola bala. Porque lo que vivió Rusia en los 90 no fue una
crisis: fue una guerra silenciosa, librada con contratos y deudas en lugar de
bombas, una guerra que mató millones y dejó una cicatriz indeleble en el alma
rusa.
Y aunque Occidente la bautizó
como “transición democrática”, la historia, esa que no se escribe en oficinas
ni se mide en dólares, la juzgará como lo que realmente fue: el saqueo del
siglo, la destrucción planificada de un pueblo, y el crimen perfecto del
liberalismo triunfante.
Fuente: Krainer, A. (2017). The Grand Deception: The Truth About Bill Browder, the Magnitsky Act, and Anti-Russian Sanctions. Amazon Digital Services LLC.