Larry Ellison, poder tecnológico y el nuevo sionismo digital
noviembre 01, 2025
En el siglo XXI, la frontera
entre el poder político, la infraestructura tecnológica y el control
informativo no solo se ha desdibujado: ha desaparecido bajo la forma de una
nueva teocracia digital. Las democracias liberales, que en otro tiempo se
proclamaban guardianas de la libertad, han tercerizado su soberanía a las
corporaciones que controlan los flujos de datos, los algoritmos de vigilancia y
la arquitectura del pensamiento colectivo. En este paisaje de pantallas y
capital invisible, figuras como Larry Ellison, fundador de Oracle y
multimillonario de convicciones férreas, no son simples empresarios: son los
nuevos sacerdotes del poder tecnopolítico.
Ellison representa la fusión
perfecta entre el capitalismo digital estadounidense y la estrategia
geopolítica israelí, dos fuerzas que, bajo la retórica de la “innovación” y la
“seguridad nacional”, han tejido una red global de control informativo. En su
discurso no hay ideología, sino pragmatismo: la promesa de un orden digital
estable, limpio de disidencia y de “riesgos”, donde la verdad se mide en
terabytes y la libertad en términos de ciberseguridad.
Sin embargo, detrás de esa
fachada tecnocrática se despliega un proyecto de alcance civilizatorio: el
sionismo digital. No como complot, sino como una alianza abierta y estratégica
entre élites financieras, tecnológicas y políticas que comparten un mismo
credo: la supremacía del control informacional como forma de dominio global.
Ellison no solo financia
empresas: financia visiones del mundo. Su cercanía con líderes como Benjamin
Netanyahu no es anecdótica; expresa una coincidencia profunda en torno a la
idea de que la fortaleza de Occidente pasa por la consolidación de un sistema
de vigilancia total, una arquitectura digital que, bajo el pretexto de proteger
a la civilización occidental del “enemigo exterior”, termina confinando al
individuo en una burbuja de datos, rastreo y censura algorítmica.
El caso de TikTok ilustra este
fenómeno con claridad quirúrgica. Washington impulsó la venta de la plataforma
bajo el mantra de “proteger la seguridad nacional frente a China”. Pero lo que
en apariencia era una disputa entre potencias rivales escondía una operación de
transferencia de poder: el desplazamiento de una red social global hacia el
control de conglomerados afines al bloque pro-israelí y a los intereses del
capital digital estadounidense. Oracle emergió como beneficiaria directa, y
Ellison, como figura clave del nuevo monopolio informativo. La narrativa
oficial hablaba de soberanía tecnológica, pero el resultado fue el mismo de
siempre: una nueva etapa en la privatización del espacio público digital, donde
los algoritmos reemplazan a los editores y los intereses geopolíticos se
camuflan tras las promesas de “seguridad”.
Israel, por su parte, ha sabido
convertir su experiencia militar y de inteligencia en una industria exportable.
Sus empresas, NSO Group, Black Cube, Candiru, entre otras, se han vuelto la
columna vertebral del espionaje contemporáneo. Bajo la bandera de la
“ciberdefensa”, operan en los márgenes de la legalidad, ofreciendo herramientas
de vigilancia a gobiernos y corporaciones que buscan controlar la disidencia.
En muchos casos, sus servicios no se limitan a la seguridad: abarcan la
manipulación de la opinión pública, el rastreo de periodistas y la
neutralización digital de movimientos críticos con la política israelí,
especialmente el BDS.
La implicación de magnates como
Ellison en estos circuitos no requiere teorías conspirativas. Se trata de una
política empresarial perfectamente transparente, donde la defensa de
“Occidente” se confunde con la defensa de los intereses de Israel, y donde el
control informativo global se convierte en la extensión natural del poder
militar. En este sentido, el sionismo del siglo XXI ya no se expresa a través
de fronteras físicas ni de diplomacias tradicionales, sino a través del código,
la nube y la inteligencia artificial.
La información es el nuevo
territorio, y quienes la poseen gobiernan.
En este orden tecnopolítico, los
Estados ya no mandan: obedecen. Los algoritmos definen las narrativas; las
plataformas deciden qué existe y qué se borra. El ciudadano moderno no vota:
“acepta términos y condiciones”. Y bajo la retórica de la libertad digital, se
consolida un imperio sin rostro donde la soberanía pertenece a una alianza
entre el capital de Silicon Valley y el aparato cibernético israelí.
El resultado es una especie de
teocracia informacional, donde la seguridad se convierte en dogma y la
disidencia en delito. No se trata de censura tradicional, sino de algo más
sofisticado: la administración del sentido, la fabricación del consenso, la manipulación
imperceptible de lo que pensamos que pensamos.
Frente a esta arquitectura de
dominación, urge una reflexión política radical. No basta con denunciar la
concentración del poder digital; hay que comprender que el sionismo tecnológico
es la forma más avanzada del neoliberalismo: una colonización de la conciencia
bajo la máscara del progreso.
La crítica a este poder no es un
gesto de hostilidad hacia un pueblo, sino una defensa del derecho universal a
la libertad de pensamiento y a la soberanía digital. Si el siglo XX fue el
siglo del petróleo y la guerra territorial, el XXI será el siglo del dato y la
guerra cognitiva.
Y figuras como Larry Ellison, con
su sonrisa de tecnócrata y su fortuna convertida en ideología, son los nuevos
conquistadores: no buscan territorios, sino mentes.
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