ANTIFA y su papel en las complejidades estadounidenses
noviembre 24, 2025
El reciente regreso de ANTIFA al centro del conflicto político estadounidense no puede interpretarse como un hecho aislado ni como un brote espontáneo de activismo radical. Los incidentes en Berkeley durante el homenaje a Charlie Kirk ilustran un patrón que se ha consolidado en los últimos meses: un movimiento descentralizado que reaparece cada vez que el clima ideológico se tensa y termina convirtiéndose indirectamente en un barómetro del declive de la administración Trump.
La protesta en un campus como Berkeley, históricamente cargado de simbolismo político, confirma que las tensiones no han disminuido desde 2020; por el contrario, han evolucionado hacia una confrontación que combina dimensiones discursivas, performativas y de resistencia callejera.
Tras estos incidentes, la reacción del gobierno fue inmediata y previsible: reafirmar la narrativa de ANTIFA como una amenaza terrorista nacional. Esto coincide con la decisión de Trump, a finales de 2025, de designar formalmente a ANTIFA como "organización terrorista nacional", una medida con un enorme peso simbólico, pero de escasa viabilidad legal, dado que Estados Unidos carece de un mecanismo legal claro para clasificar a los grupos nacionales bajo esa categoría.
La orden ejecutiva terminó funcionando más como un recurso político que como una herramienta operativa real, pero aún así consolidó la idea del movimiento como un enemigo estructural del Estado y amplificó la percepción de que existe una amenaza organizada que justifica una retórica confrontativa.
Aunque esta clasificación carece de fuerza legal y opera principalmente como un instrumento político, su efecto es significativo. Reafirma la existencia de un "enemigo interno" en un momento en que el gobierno enfrenta problemas con sectores clave de su propia base electoral.
Desde el incumplimiento de las promesas de la agenda 2024 hasta el creciente desencanto de la Generación Z, el gobierno necesita un actor que simbolice la desestabilización, y ANTIFA, con su naturaleza difusa y su estética confrontativa, encaja perfectamente en ese papel.
El resurgimiento de este movimiento no se explica únicamente por la dinámica de la protesta, sino también por el contexto social que lo alimenta. La frustración generalizada por el estancamiento económico, la precariedad laboral entre los jóvenes, la erosión de la confianza en las instituciones y los retrocesos en las políticas climáticas y sociales constituyen un caldo de cultivo que favorece la reactivación de expresiones radicales.
La sensación generalizada de que el gobierno responde con dureza simbólica pero poca eficacia práctica intensifica la percepción de abandono entre amplios sectores de la población. En este contexto, un movimiento descentralizado como ANTIFA encuentra eco, que no depende de estructuras orgánicas, sino de la acumulación de resentimiento social.
El punto más revelador es la inclinación de la administración Trump a centrar su energía política en el escenario internacional mientras los problemas internos se agravan. La proliferación de intervenciones, declaraciones y gestos diplomáticos, muchos de ellos sin resultados visibles, crea una impresión de hiperactividad en la política exterior que contrasta con la escasa atención prestada a la creciente polarización interna. Esta desconexión entre las prioridades gubernamentales y las necesidades internas no solo crea un vacío que la protesta radical aprovecha, sino que también refuerza el argumento de que el gobierno no está abordando las fracturas estructurales del país.
Desde una perspectiva estratégica, esta combinación es particularmente peligrosa. Al centrarse en los enemigos externos mientras amplifica la retórica contra el "enemigo interno", la administración termina reforzando a los mismos actores que busca desactivar. Cada vez que la Casa Blanca menciona a ANTIFA como una amenaza, el movimiento gana visibilidad, legitimidad simbólica y capacidad de movilización.
La demonización constante alimenta una dinámica de escalada: el gobierno necesita señalar a un responsable del desorden, mientras que los grupos radicales encuentran en esa visibilidad un espacio para intensificar sus acciones. La confrontación deja de ser táctica y se vuelve estructural.
Con el horizonte de 2026 en mente, no es improbable que ANTIFA, o más precisamente, las expresiones autónomas que adoptan su estética y narrativa, desempeñen un papel equivalente al que se le atribuyó en 2020. No por una coordinación organizada ni una estrategia nacional centralizada, sino porque las condiciones sociopolíticas se están alineando de nuevo de forma similar: polarización extrema, erosión institucional, desencanto juvenil, problemas económicos sin resolver y una administración que prioriza la política exterior sobre la política interior. En un país donde la narrativa de la confrontación se ha convertido en el principal motor de la movilización, cualquier incidente, por pequeño que sea, puede escalar en intensidad y cobertura mediática.
La principal preocupación reside en la creciente fragilidad institucional. El uso de etiquetas como "terrorismo doméstico", la respuesta reactiva a las protestas, el uso político del desorden y la falta de estrategias de desescalada apuntan a un profundo deterioro del espacio democrático. La proliferación de discursos que presentan a la oposición radical como una amenaza existencial crea un entorno en el que se rompen los puentes políticos y la respuesta del Estado se vuelve cada vez más punitiva.
Esta erosión, sumada al vacío de liderazgo interno causado por el desequilibrio entre las prioridades internas y externas, abre la posibilidad de que la tensión social continúe, e incluso se intensifique, en los próximos meses.
En este escenario, ANTIFA no
aparece como la causa, sino como la evidencia visible de un problema más
amplio: la incapacidad del gobierno para gestionar simultáneamente sus frentes
externo e interno. Cada episodio de protesta, cada respuesta desproporcionada y
cada omisión en la política interna refuerza la percepción de que el país se
encamina hacia la confrontación, donde las soluciones estructurales se relegan
en favor de la retórica y la polarización. Esta dinámica confirma que el
resurgimiento de ANTIFA no es un fenómeno aislado, sino un síntoma de un
sistema político que continúa reproduciendo las mismas condiciones que
alimentan el conflicto.
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