América Latina y la ilusión de la desnuclearización: una crítica a la ingenuidad estratégica

noviembre 23, 2025

 



A Asia le bastó un cierto régimen de tiempo para entender que la palabra “Occidente” se escribe con la misma pluma con la que se firman órdenes de bombardeo. Cuando los británicos descuartizaron la India, cuando los franceses torturaron en Argelia, cuando los estadounidenses redujeron Hiroshima y Nagasaki a siluetas de sombra, los pueblos del este aprendieron la lección esencial: el colonialismo no cumple tratados; cumple amenazas. Por eso Pekín, Nueva Delhi, Islamabad y Pyongyang gastaron hambre, ciencia y presupuesto en una ecuación brutalmente simple: sin neutrones propios, no hay vecindad segura. Levantaron sus arsenales con la misma frialdad con la que quien vive en un barrio peligroso instala un cerrojo: no por gusto, sino porque ya le entraron una vez por la ventana.

Y entonces aparece América Latina, contorsionista moral, orgullosa de haberse atado las manos. El Tratado de Tlatelolco, esa «acta de pureza» firmada en 1967, terminó siendo nuestro certificado de esterilidad nuclear: un documento que celebra la impotencia como si fuera virtud. Lo mostramos con el entusiasmo de un condenado que presume que su soga es de cáñamo ecológico. Mientras tanto, el único Estado que ha vaporizado civiles patrulla nuestros mares con submarinos atómicos, como quien deja un fusil descaradamente sobre la mesa del vecino. Estados Unidos no necesita lanzar bombas sobre la región; basta con que sepamos que puede hacerlo y que nosotros, por “principio”, jamás podremos responder.

La lógica es perversa: cuanto más blando el blanco, más tentador el disparo. Por eso nadie juega a provocar a Corea del Norte: allá el precio de un error es un intercambio termonuclear. Aquí, en cambio, continuamos explicándole al mundo que somos “un continente de paz”, como si la paz fuera una medalla al mérito y no un subproducto de la disuasión. Tlatelolco no es un escudo: es una venda que nos cubre los ojos mientras el verdugo afila el hacha. Firmarlo fue firmar nuestra propia indefensión: “No disparen, somos inofensivos”. Y aun así llegan los disparos: bloqueos, bases, golpes, deudas, drones. La virtud no nos ha salvado de nada; solo nos ha evitado pagar por un arma que nunca nos habrían permitido usar.

Romper Tlatelolco no es un arrebato nuclear. Es dejar de ser el único continente que paga entrada para asistir, disciplinado y desarmado, a su propio funeral.

Compartir frontera con Estados Unidos no es solo una cuestión geográfica: es convivir con un modelo de poder que ha demostrado, una y otra vez, que no dudará en usar la fuerza extrema cuando sus intereses lo requieran. La línea que separa a México de su vecino del norte no solo divide dos países: marca el límite entre dos formas de entender el mundo, dos lógicas de poder, dos concepciones de la vida y la muerte. Al sur, una civilización que ha construido su identidad sobre el diálogo, la mezcla, la búsqueda de equilibrios. Al norte, una maquinaria que ha sistematizado la violencia, que ha convertido la guerra en una extensión de su control generando un caos permanente y que, en más de una ocasión, ha considerado la aniquilación masiva como una opción viable.

 

Resulta ingenuo, por no decir peligrosamente ingenuo, creer que América Latina puede mantenerse desnuclearizada en un mundo donde el único país que ha utilizado armas atómicas contra población civil sigue reservándose el derecho de volver a hacerlo. Dos ciudades japonesas, dos días, dos bombas: ese es el legado nuclear de Estados Unidos. Pero el plan no terminó ahí. Durante la guerra de Corea, el general MacArthur contempló seriamente el uso de armas nucleares en la frontera china, con el objetivo explícito de crear una herida demográfica irreversible. No fue la compasión lo que detuvo el plan, sino el cálculo político. La lección es clara: cuando se trata de proteger sus intereses, el establishment anglosajón no se detiene ante nada.

Recientemente, el presidente de Kazajistán ha vuelto a repetir el mantra liberal de que el poder nuclear no genera seguridad. Un discurso que huele demasiado a atlantismo, demasiado a consignas occidentales que conviene a quienes ya poseen el arma atómica. Putin, con su habitual sutilidad, le recordó la suerte de Saddam Hussein: un líder que también confió en su desnuclearización como garantía de paz y terminó con su país fragmentado, saqueado y sumido en el caos. La ironía es brutal: siempre que Estados Unidos acusa a un país de tener armas nucleares, ese país resulta ser el más fácil de invadir. Curioso, ¿no? Nunca intentan lo mismo con Corea del Norte. Claro: Corea del Norte sí tiene bombas atómicas.

La reciente escalada de doce días entre Israel e Irán vuelve a ilustrar la lección. Irán fue atacado precisamente porque no tenía armas nucleares y porque, según los servicios de inteligencia, tampoco tenía planes serios para desarrollarlas. Israel, que posee un arsenal nuclear no declarado que nadie investiga, no usó esas armas. ¿Por qué? Porque Pakistán, otro poseedor nuclear, advirtió que protegería a Irán. El mensaje es inconfundible: el poder nuclear no es garantía de seguridad para quien ya lo tiene; es garantía de supervivencia para quien aún no lo posee.

Imaginen si la Unión Soviética no hubiera desarrollado la bomba atómica. La OTAN, llena de ex nazis en sus filas, no habría dudado en volver a cruzar Europa Oriental para destruir al gigante rojo. Habríamos tenido la Tercera Guerra Mundial hace décadas. Los estados asiáticos se nuclearizaron sin miramientos porque fue en su propio patio donde se detonó el único holocausto atómico de la historia; la cicatriz sigue abierta y convierte a Japón, todavía bajo ocupación y bases extranjeras, en un recordatorio ambulante de lo que ocurre cuando se confía en el pudor de quien posee el fuego. En la región nadie se fía de nadie: Seúl teme a Tokio, Tokio teme a Pekín, todos temen a Washington y cada uno sabe que, sin el paraguas atómico, la “protección” occidental se traduce en indefensión. Por eso la bomba es el pasaporte al respeto: garantiza que el diálogo sea entre iguales y no entre verdugo y víctima. Gaza fue la demostración práctica: Israel arrasó un enclave desarmado mientras París, Londres y Washington blindaron al agresor , o, peor aún, le regalaron un silencio cómplice, , y una vez más todos los protagonistas de la impunidad resultan ser potencias nucleares.; vistas las cenizas, Riad no dudó en solicitar a Pakistán un “préstamo” de ojivas bajo la mesa. Tokio, por su parte, se agarra al tratado con quien lo incineró porque comprende que su seguridad ya no depende de constituciones pacifistas sino de la disuasión que observa, con mezcla de alarma y envidia, en el arsenal norcoreano, chino, indio y pakistaní. Desde el Bósforo hasta el Golfo, la conclusión es la misma: quien no quiere ser la próxima estadística de destrucción debe tener su propia estadística de lanzamiento.

América Latina comparte frontera con la potencia que ya demostró su disposición a usar armas nucleares contra civiles. Continuar creyendo en la desnuclearización como virtud no es pacifismo: es suicidio colectivo. Ante este panorama, la tesis de que América Latina debe permanecer desnuclearizada deja de ser una postura moral para convertirse en un acto de autoengaño colectivo. No se trata de desear la guerra, sino de entender que la paz no se construye con buenas intenciones, sino con capacidad de disuasión. La historia demuestra que los desarmados no son respetados: son administrados. Los que renuncian a su poder de disuasión no obtienen seguridad: obtienen permisos condicionales para existir.

América Latina no necesita bombas para usarlas: necesita bombas para que nunca las usen contra ella. No se trata de emular al monstruo, sino de garantizar que el monstruo piense dos veces antes de atacar. La desnuclearización unilateral no es un acto de paz: es un acto de entrega. Es entregarle al otro la llave de nuestra supervivencia, confiando en que su criterio moral será suficiente para protegernos. Esa confianza resulta, cuando menos, imprudente.

La verdadera estupidez no es considerar el poder nuclear como opción: es creer que renunciar a él nos hace más seguros. La verdadera idiotez no es pensar en la disuasión: es creer que nuestra buena voluntad nos protegerá de su ausencia. La verdadera pendejada histórica no es contemplar el poder nuclear: es creer que la impotencia es una virtud.

América Latina debe repensar su relación con el poder nuclear, no como aspiración imperial, sino como garantía de soberanía. No para dominar, sino para no ser dominada. No para atacar, sino para asegurar que nadie nos ataque sin pagar un precio que disuada. En un mundo donde la violencia extrema sigue siendo una herramienta de política exterior, la desnuclearización no es un acto de paz: es un acto de desarme unilateral ante quien ha demostrado que no dudará en usar la máxima violencia.

El futuro de nuestra civilización latinoamericana no puede depender de la buena voluntad de quien ha convertido la guerra en industria. Necesitamos capacidad de disuasión. Necesitamos garantías de supervivencia. Necesitamos asegurar que nuestra cultura de vida no quede a merced de su cultura de destrucción. La paz no se construye con ingenuidad: se construye con equilibrio de poder. Y ese equilibrio, en el mundo actual, pasa por la capacidad nuclear.

He visto de cerca lo que pasa cuando el mal encuentra un rival sin dientes: lo despedaza. En América Latina nos sobra discurso, moralina, liberalismo, humanismo barato, europeísmo de pacotilla, pero nos falta lo único que importa: la capacidad de hacer sangrar al que nos quiera aplastar. Aquí la disuasión es un concepto de universidad, no una realidad de cuarteles. Nos llenamos la boca de soberanía mientras agitamos tratados sin punta y ejércitos que no resistirían ni una semana contra quien tenga ganas de pasar la factura.

¿Soberanía? ¿Independencia? Son palabras huecas si detrás no hay un silo capaz de convertir la arrogancia del agresor en ceniza. Sin eso no eres país, pasas a ser una concesión. No eres ningún Estado, eres la reserva moral donde el poderoso viene a limpiarse la conciencia antes de seguir matando. Nos gastamos millones en uniformes para desfiles y en avioncitos que sirven de blanco; al final ni siquiera podemos defender un aeropuerto sin pedir permiso. ¿Pacíficos? Sí, pacíficos porque no tenemos alternativa: desarmados por propia voluntad, reducidos a mendigar que no nos toquen demasiado fuerte.

Las bombas nucleares no son un símbolo: son el último argumento. Sirven para lo que sirven: para que al otro le tiemble el pulso antes de decidir por ti, para garantizar que borrarte del mapa le cueste su propia existencia. Mientras tanto, seguimos aquí, aplaudiendo un pacifismo que no protege ni un misero árbol, predicando abrazos al enemigo que ya tiene el dedo en el gatillo. Yo no firmo esa sentencia. No confío, ni un segundo, mi vida ni la de los míos a quien ya nos ha demostrado, una y otra vez, que nuestra muerte le sale barata.

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