Estados Unidos: de criticar los peores vicios soviéticos y chinos a erigirse en distopía moderna

noviembre 07, 2025

 


Durante décadas, Estados Unidos se dedicó a criticar la Unión Soviética y otros totalitarismos, construyendo la narrativa de que el fin de la Guerra Fría traería libertad universal. La evidencia histórica demuestra, sin embargo, que tal promesa resultó ilusoria. En la actualidad, Estados Unidos ha incorporado y perfeccionado muchos de los vicios que alguna vez denunció en sus adversarios. Lo que se criticaba en China, vigilancia masiva, control social, censura tecnológica, hoy se implementa en territorio estadounidense con eficacia y sofisticación inéditas, complementada por las tecnologías de inteligencia artificial y cibernética desarrolladas junto a Israel, actores que aplauden y sostienen regímenes autoritarios en Oriente Medio.

 

Cabe señalar que este modelo no permanece confinado a Estados Unidos. Un sector significativo de liberales latinoamericanos que permanecen en sus países de origen, así como aquellos que residen en enclaves estadounidenses como Miami, tienden a replicar estas prácticas, presentándolas como innovaciones necesarias para la gestión social. Así, la vigilancia, la seguridad extrema y el control tecnocrático se promueven como soluciones progresistas, mientras consolidan sistemas de exclusión y desigualdad.

 

Desde esta perspectiva, resulta paradójico e irónico que la crítica a los totalitarismos del pasado haya sido, en buena medida, un entrenamiento para la replicación de los mismos patrones bajo la bandera del liberalismo occidental. Estados Unidos se ha convertido en la peor versión de aquello que alguna vez condenó: un sistema que critica a sus antiguos enemigos mientras implementa internamente sus prácticas más autoritarias, perfeccionadas con recursos tecnológicos, financieros y legales que ningún régimen previo pudo desplegar con igual amplitud.

 

Estados Unidos es un país de libertades, pero no de libertad. Esa es su trampa más perfecta: puedes hacer de todo, siempre que no hagas lo que importa. Puedes cambiar de sexo, de marca, de bandera, de religión; puedes gritar que odias al gobierno, vestir como quieras, fundar un club de nihilistas, incluso una asociación pro pedófilos y salir en un documental de Netflix. Pero si te atreves a cuestionar la política exterior, denunciar los crímenes del imperio o tocar los intocables, Israel, el Pentágono, las corporaciones tecnológicas, la industria militar, entonces la libertad termina. Y lo hace con bota, con uniforme, con ley antiterrorista. Porque esa limitación no es abstracta ni accidental: se sostiene con decisiones concretas, prioridades presupuestarias y mecanismos de control que definen quién puede vivir con dignidad y quién queda al margen. Todo esto, la vigilancia, las cárceles, los drones, las barreras, los sistemas de datos, la publicidad política, los grupos de lobby, no es obra del azar ni de la improvisación: es un plan con presupuesto. Muchísimo presupuesto.

No es solo tecnología que “apareció”: es inversión pública y privada encauzada a propósito, una decisión política y económica que prioriza el control sobre el cuidado. Se destinan miles de millones a cámaras, sensores, satélites, software de reconocimiento, contratistas militares y empresas de inteligencia; se contrata a consultoras para “optimizar” la seguridad y se premia a quienes venden herramientas que perfilan, persiguen y excluyen. Esas cifras aparecen en partidas que no se discuten en plazas ni en los trending topics: están en comisiones, juntas y contratos que se renuevan con religiosidad.

 

Y mientras se gasta en fabricar el panóptico perfecto, la casa común se cae. Hay barrios donde la gente no tiene agua potable fiable, escuelas sin recursos, hospitales que parecen centros de espera de mala muerte y trenes que funcionan como reliquias de otra época. En muchas zonas el transporte público es un telón de fondo del abandono: trenes viejos que retrasan la vida de millones, infraestructuras ferroviarias que chirrían y trenes suburbanos que parecen confesionales de la desigualdad. La logística portuaria, crucial para una economía que presume de globalidad, tiene cuellos de botella, puertos con gestión deficiente y cadenas de suministro que se rompen; la mercancía sigue entrando y saliendo, pero la eficiencia no se traduce en bienestar para la gente que vive cerca de los muelles.

 

El Estado invierte en controlar fronteras y en expulsar cuerpos, pero no en garantizar condiciones dignas para quienes permanecen. Se financian cárceles, detenciones y deportaciones, se le paga bien a la industria carcelaria privada, pero se recortan programas sociales, viviendas públicas y redes de protección. Es la aritmética perversa del poder: mayor gasto en seguridad, menor gasto en cuidado. El país que invierte en cámaras para vigilar parques y aeropuertos deja sin recursos a escuelas en las mismas ciudades donde esas cámaras “protegen” a la élite.

 

La paradoja es brutal: un presupuesto descomunal para militarizar la vida pública y minoritario gasto para sostener la vida cotidiana. Calles patrulladas con vehículos blindados y, a unas cuadras, vecindarios sin ambulancias a tiempo ni acceso médico decente. Centros de detención higiénicamente cuestionables financiados por contratos millonarios, y al mismo tiempo largas listas de espera para tratamiento de adicciones o salud mental. Se prioriza la contención del conflicto social con gases y tanquetas, en lugar de invertir en educación, empleo digno y servicios que reduzcan las causas reales de la violencia.

 

Ese desbalance revela una elección moral: ¿invertimos para resolver los problemas que generan crisis sociales o invertimos para reprimir las consecuencias de esas crisis? La respuesta es evidente en presupuestos y en prioridades: se financia la represión que tapona la protesta, se invierte en el aparato que evita que la rabia política se convierta en cambio estructural. Es más barato, y más rentable para ciertos grupos, mantener sistemas de control que transformar las condiciones materiales que producen la protesta.

 

Y no es solo cuestión de dinero absoluto: es cómo se distribuye. Grandes sumas para contratos con empresas tecnológicas que diseñan sistemas de vigilancia; pequeñas migajas para modernizar líneas ferroviarias, para mejorar la interconexión logística o para reparar puentes peligrosos. El lobby de seguridad y defensa canaliza fondos hacia un ecosistema donde las ganancias están garantizadas: armas, software, datos, servicios de consultoría, “soluciones” llave en mano que se vuelven contratos públicos permanentes. Mientras tanto, los trabajadores portuarios, los conductores de tren, los enfermeros y los maestros reciben aplausos retóricos pero poco acceso a inversiones reales que mejoren su trabajo.

 

La lógica es simple y cruel: mantener la estabilidad del sistema a cualquier costo. Si la gente tiene empleo decente, salud y transporte eficiente, es menos probable que tome las calles. Si la educación no forma ciudadanos críticos, es más fácil venderles entretenimiento y consumo. Así, las mismas élites que obtienen contratos con el Estado se benefician doblemente: venden tecnologías de control y se benefician de la precariedad que esas tecnologías gestionan. Es una maquinaria circular donde el gasto en represión nutre la desigualdad que justifica más represión.

 

Además, el abandono infraestructural no es uniforme: muestra el mapa de prioridades. Zonas ricas tienen accesos arreglados, hospitales con lo necesario y trenes rápidos; zonas pobres, autopistas rotas, cortes de agua, transporte de mala calidad. Esa desigualdad no es accidente: es consecuencia de decisiones presupuestarias que sirven a mantener una clase extractiva. Cuando una administración firma contratos caros para hacer murallas, pagar comunidades privadas de vigilancia o comprar flotas de drones, lo hace con la misma pluma que recorta fondos para mejoras sanitarias o mejoras en la logística portuaria que podrían generar empleo local y resiliencia económica.

 

La mala logística marítima y ferroviaria tiene costo humano y económico: mercancías que se demoran, empleos estancados, comunidades portuarias que no ven la riqueza que generan. Y, sin embargo, ese descontrol se tolera porque el verdadero negocio no es distribuir riqueza nacional sino garantizar la extracción y el control: puertos eficientes sirven a exportar ganancias privadas, pero la modernización con enfoque social suele quedar fuera del radar político. Es más rentable financiar infraestructura de control que invertir en infraestructura de vida.

 

Por eso el discurso sobre “libertad” suena hueco: libertad para comprar, libertad para elegir un servicio premium, libertad para cambiar de identidad corporativa; pero no libertad que exija a la nación prioridades redistributivas. El presupuesto revela que el país prefiere comprar más ojos que reparar puentes. Prefiere blindar fronteras antes que financiar rutas ferroviarias que conecten regiones; prefiere cárceles con contratos millonarios antes que centros de rehabilitación comunitarios.

 

Y ese gasto gigantesco tiene un efecto simbólico: enseña quién importa. Invierte en protección para quienes ya tienen protección. Invisibiliza a quienes sostienen la economía con trabajos mal pagados y servicios precarios. Normaliza la idea de que la seguridad es un privilegio más, no un derecho universal. El dinero público se transforma en mecanismo de exclusión: blinda a los que mandan y expone a los descartables.

 

No es conspiración, es cálculo: invertir en control conviene políticamente porque mantiene el statu quo; invertir en justicia social exige cambios que erosionan privilegios. Por eso el presupuesto es la lengua franca del poder: con él se decide quién vive con dignidad y quién sobrevive en la periferia. Mientras las partidas para tecnologías de vigilancia se multiplican, los trenes se oxidan y las comunidades portuarias quedan a la intemperie.

 

Y la ironía final es que la megamáquina se sostiene con la precariedad que administra: crea la inseguridad que luego “soluciona” con contratos de seguridad. Reprime los síntomas que su propio abandono suscita. Es un ciclo que se retroalimenta: inversión en represión, mantenimiento de desigualdad, legitimación de nuevas partidas para represión. Un negocio perfecto donde las víctimas sostienen la demanda del servicio que las controla.

 

Así que cuando pienses en la inmensa capacidad tecnológica y represiva del aparato estadounidense, recuerda que no salió de la nada: salió del presupuesto, de prioridades políticas que concentran recursos en la coacción antes que en la vida. La megamáquina no es un accidente técnico; es una decisión contable. Y mientras se compran cámaras para vigilar parques y sensores para controlar fronteras, millones sufren trenes que llegan tarde, puertos mal administrados y servicios públicos insuficientes. El exceso de inversión en control y la negligencia en infraestructura básica son la prueba de que la libertad que ofrece ese país es una libertad de escaparate: brillante, vendible, y funcional solo para quienes pueden pagarla.

 

Porque el país que se jacta de no tener dictadores tiene algo peor: una multitud de burócratas armados que pueden destruirte sin nombre ni rostro. ICE, la Patrulla Fronteriza, el FBI, la NSA, la Guardia Nacional: ese ejército de “defensores de la libertad” que dispara a migrantes, encierra niños, vigila ciudadanos, infiltra sindicatos, tortura en nombre de la democracia. El mismo país que se burló del totalitarismo soviético tiene sus propios campos de concentración, solo que los llama “centros de detención”, y sus propias purgas, solo que las llama “deportaciones”.

 

Lo que antes se atribuía al comunismo, la policía política, la propaganda estatal, la represión de la disidencia, está vivo y cómodo en la democracia estadounidense. Solo cambió el decorado. En lugar del retrato de Stalin, hay una bandera ondeando al viento y una hamburguesa en la mano. En lugar de una ideología de partido, hay un credo del mercado: “si no funciona, privatízalo; si protesta, criminalízalo”. La diferencia es que aquí los prisioneros tienen que pagar por sus cadenas.

 

La crítica a China por su vigilancia masiva es otro espejo invertido. Washington se escandaliza por las cámaras de reconocimiento facial en Pekín, mientras sus propias ciudades están cubiertas de ojos electrónicos, drones policiales y bases de datos biométricas. En China te vigila el Estado; en Estados Unidos, te vigilan todos: el Estado, las empresas, los vecinos, tu propio teléfono. El capitalismo estadounidense logró lo que ningún régimen comunista soñó: la autovigilancia. La gente publica voluntariamente su vida, sus rostros, sus ubicaciones, sus pensamientos, para alimentar el panóptico global.

 

Y si eso no basta, queda la fuerza bruta. Las protestas contra la violencia policial se reprimen con más violencia policial. Las comunidades negras, latinas y pobres viven en zonas donde la ley es ocupación militar. El ejército de la libertad patrulla sus calles como si fueran colonias extranjeras. Los migrantes mueren en desiertos vigilados por helicópteros y sensores térmicos, mientras en Washington se celebra el “sueño americano”. El muro no es metáfora: es frontera, cuchilla, cementerio.

 

Snowden y Assange expusieron la otra cara del mito: el Estado más vigilante de la historia humana. Un sistema que espía al planeta entero, intercepta cada llamada, cada correo, cada respiración digital. Lo que la URSS nunca pudo imponer por los límites de su burocracia, Estados Unidos lo logró desviando todos sus recursos hacia ese fin, dejando de lado las necesidades de su propia gente, donde la eficiencia se convierte no en progreso, sino en un instrumento de control y poder absoluto. La diferencia es que aquí la vigilancia se llama “servicio” y se paga con tarjeta.

 

Y cuando todo eso falla, cuando el disidente no se calla, cuando el periodista no se rinde, , entonces el imperio vuelve a lo que siempre fue: violencia pura. Guantánamo sigue abierto. Los drones siguen matando. Los whistleblowers siguen perseguidos. La misma nación que se proclama defensora de los derechos humanos tiene cárceles secretas y contratos con corporaciones que diseñan software para espiar refugiados, activistas, ciudadanos comunes. ¿Este es el disque sueño americano? y con manual de tortura.

 

La democracia liberal estadounidense no corrigió los excesos de los totalitarismos que denunció; los refinó. Convirtió la represión en espectáculo y la vigilancia en placer. Logró que la gente pidiera voluntariamente su propio control. El ciudadano libre ya no teme al Estado: le da las gracias por protegerlo. La nueva esclavitud se llama seguridad.

 

Estados Unidos es el país de las libertades, de consumo, de identidad, de entretenimiento, , pero no de libertad. Porque la libertad implica poder decir no, poder oponerse, poder existir fuera del marco. Y eso, en la tierra de las oportunidades, es inaceptable. Allí puedes ser cualquier cosa menos verdaderamente libre.

 

El imperio no teme a los radicales, teme a los conscientes. Por eso su maquinaria es doble: dopamina para los obedientes, represión para los lúcidos. El liberalismo se convirtió en su máscara más eficaz: habla de derechos, de igualdad, de progreso, mientras mantiene al planeta entero bajo vigilancia y a su propio pueblo bajo sedación. Lo que antes se llamaba fascismo ahora se llama defensa nacional. Lo que antes era censura ahora es “moderación de contenido”. Lo que antes era propaganda ahora es tendencia.

 

Y así, el país que alguna vez se vendió como faro de libertad terminó siendo su caricatura más siniestra. Un teatro de libertades donde la verdadera libertad fue expulsada hace mucho, reemplazada por una simulación perfecta, un espejismo democrático mantenido a punta de cámaras, algoritmos y fusiles. La libertad, en Estados Unidos, murió a manos de quienes más la pronunciaron.


Fuentes:

Edward Snowden : Permanent Record

Julian Assange : Cypherpunks: Freedom and the Future of the Internet

Shoshana Zuboff : The Age of Surveillance Capitalism

Yasha Levine : Surveillance Valley: The Secret Military History of the Internet

Noam Chomsky : Deterring Democracy

Antony Loewenstein : The Palestine Laboratory

Chris Hedges : Empire of Illusion

Michelle Alexander : The New Jim Crow

David Vine : Base Nation

Jack F. Matlock Jr. : Superpower Illusions


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