La extradición anglosajona y las fantasías de justicia latinoamericana: otro mito dinamitado

noviembre 29, 2025

 



La comparación entre lo ocurrido en Brasil con Jair Bolsonaro y la situación actual de Juan Orlando Hernández en Estados Unidos constituye una de las lecciones geopolíticas más contundentes que América Latina ha recibido en décadas. En Brasil, con todas sus imperfecciones históricas y sus batallas internas, la justicia se ejerció dentro del territorio nacional. Bolsonaro, un expresidente con una base política poderosa, con respaldo militar y con apoyo explícito de sectores reaccionarios, fue perseguido, investigado, procesado y castigado por instituciones brasileñas. No hubo delegación, no hubo entrega del caso a jurisdicciones externas, no se apeló a la fantasía de que otro país podría hacer justicia en su lugar. Brasil, como nación y como Estado, decidió que los crímenes cometidos contra su democracia debían enfrentarse dentro de sus fronteras. Esa decisión, más allá de su eficacia jurídica, es una afirmación absoluta de soberanía.

 

Honduras tomó el camino inverso. Un Estado debilitado, corroído por décadas de corrupción sistémica y estructuras liberales frágiles, optó por delegar la función más vital de una república: la administración de justicia. La extradición, presentada ante el pueblo hondureño como una herramienta moderna para combatir el narcotráfico, se convirtió en un sustituto de la responsabilidad estatal. En lugar de reformar su aparato judicial, de fortalecer su Ministerio Público, de blindar sus instituciones, Honduras aceptó que no podía juzgar a Juan Orlando Hernández, el presidente que convirtió al país en un narco–protectorado. Se celebró la ilusión de que la justicia estadounidense, implacable e incorruptible en el imaginario popular, castigaría al criminal más peligroso en la historia política del país.

 

Hoy esa ilusión se ha desplomado. Donald Trump anuncia abierta y descaradamente que planea perdonar a Juan Orlando Hernández, y con ello desnuda la verdad que muchos latinoamericanos se negaban a ver: la extradición hacia Estados Unidos nunca fue un mecanismo de justicia, sino un instrumento de poder. Washington no castiga por principios; castiga cuando le conviene. Y cuando la conveniencia cambia, también cambia el destino del condenado.

 

Durante décadas, Estados Unidos vendió la narrativa de una “guerra contra el narcotráfico” que justificaba capturas, espectáculos mediáticos y extradiciones presentadas como el pináculo de la cooperación internacional. Pero todo era, todo es, maquillaje, un teatro cuidadosamente construido para sostener su imagen de gendarme moral del hemisferio. En realidad, el origen del aliado extraditado jamás importó: narcotraficante, político corrupto, operador mafioso… lo único verdaderamente relevante era su utilidad temporal para el guion imperial.

 

La posible liberación o reducción de condena de JOH no solo expone la hipocresía; desmonta el mito. Trump no está rompiendo con la tradición estadounidense: está sincerándola. Cuando la geopolítica toca la puerta, las leyes internacionales vuelan por los aires. Eso es exactamente lo que ha ocurrido. El poder real, el estratégico, el que decide mapas, rutas marítimas y zonas de influencia, ha impuesto su lógica.

 

Para Estados Unidos, lo esencial no es la moralidad de un extraditado sino mantener su propio Mare Nostrum sobre el Caribe, asegurar el dominio de los corredores marítimos, sostener su estructura de control hemisférico. En ese tablero, los tratados de extradición no son pactos sagrados: son piezas desechables. Y cuando una pieza deja de servir, se rompe sin remordimiento.

 

Lo que estamos presenciando es la demostración más brutal de que la extradición anglosajona es una farsa. Los latinoamericanos, especialmente aquellos que creyeron ingenuamente en la “imparcialidad” de la justicia estadounidense, deben despertar de una vez: ningún país poderoso renuncia a un instrumento geopolítico por respeto a un documento firmado con naciones que considera periféricas. La realidad es dura pero simple: en el momento decisivo, la ley no manda; manda el poder.

 

La diferencia con Brasil es abismal. Mientras la república brasileña, con todos sus problemas, comprende que juzgar a sus líderes es un acto indispensable para preservar la integridad del Estado, Honduras quedó supeditada a los intereses de otro país. En Brasil, las decisiones sobre Bolsonaro las toman brasileños. En Honduras, el destino de Juan Orlando depende de un cálculo geopolítico extranjero que jamás tendrá al pueblo hondureño como prioridad. Y así queda desnudado el verdadero significado de la extradición: no es justicia, es transferencia de poder. No es castigo, es dependencia. No es un mecanismo de defensa nacional, sino una renuncia voluntaria a la soberanía.

 

El caso JOH demuestra que ningún imperio hace justicia por sus periféricos. Demuestra que la creencia de que Estados Unidos castigaría a nuestros corruptos, narcos y saqueadores era una ilusión infantil. Demuestra que un país que entrega a sus criminales también entrega su capacidad de repararse a sí mismo. Brasil juzgó a Bolsonaro porque tiene claro que lo contrario sería abdicar de su existencia como Estado. Honduras entregó a JOH y hoy enfrenta la humillación de ver cómo otra nación decide si su verdugo merece libertad.

 

Esta es la lección que América Latina debe aprender: un país que no juzga a sus criminales no es un país. Es un territorio administrado. La justicia que no se ejerce en casa no es justicia; es geopolítica. Y mientras las naciones latinoamericanas sigan creyendo que la salvación viene desde el norte, seguirán repitiendo la tragedia: soberanía entregada, justicia ilusoria y destinos escritos por otros.

También te podría gustar

0 comentarios

Déjanos tu comentario

Síguenos en Facebook