La realidad y lo hondureño son incompatibles: un pueblo conforme en su autoengaño

noviembre 28, 2025

 



He sostenido desde siempre que Honduras es el caso más extremo de América Latina: la periferia de la periferia, el punto más crítico en prácticamente todos los indicadores imaginables. Si hablamos de corrupción, Honduras ocupa un lugar particular. Si hablamos de pobreza, otra vez Honduras destaca como caso especial. Si mencionamos la desconfianza hacia las autoridades, Honduras vuelve a aparecer entre las poblaciones que menos creen en sus instituciones. Si hablamos del rechazo a la policía, Honduras figura nuevamente entre los países con mayor desconfianza de toda la región. En todo aquello que se pueda medir, institucionalidad, desarrollo, transparencia, cohesión social, Honduras se ubica en el extremo más deteriorado del continente. Sin embargo, existe una tendencia persistente a negar esta realidad. El país ha construido su identidad sobre una serie de dogmas liberales y sobre la imitación acrítica de modelos extranjeros, convirtiéndose quizás en el peor ejemplo de copia fallida de la modernidad y en un territorio que ha aprendido a negar, sistemáticamente, sus propias raíces.

La distancia entre el país imaginado y el país real no es simplemente un desajuste corregible: es, desde hace dos siglos, la estructura misma sobre la que se sostiene la vida hondureña. Honduras aprendió muy temprano a convivir con una especie de doble existencia: una realidad concreta erosionada por el abandono estatal, la pobreza persistente y el desorden institucional, y una narrativa que inventa un país paralelo para compensar esa imposibilidad de articular un proyecto nacional coherente. Esta disociación se volvió el mecanismo básico de supervivencia simbólica de la nación. En vez de mirar de frente su propia trayectoria histórica, Honduras la sustituye por un conjunto de ficciones, de relatos improvisados y de ilusiones mínimamente satisfactorias que funcionan como escudos psicológicos frente al vacío político y social acumulado desde la independencia.

En los primeros momentos republicanos, cuando las élites criollas intentaban armar la idea de un Estado sobre territorios dispersos, sin caminos, sin comunicaciones y sin cohesión social, ya se insinuaba el germen de este fenómeno. Se declaraba una república sin tener los instrumentos para sostenerla; se redactaban constituciones sin la mínima capacidad real de hacerlas cumplir; se asumía la existencia de instituciones que solo vivían en el papel. Honduras nació como una proclamación, no como una obra. Y esa característica fundacional, la sustitución del hacer por el decir, de la estructura por el gesto, quedó fijada en la matriz cultural que terminó configurando la identidad del país.

Desde ese origen frágil, lo hondureño se armó más con ilusiones que con experiencias, más con aspiraciones que con procesos. No se forjó como una identidad derivada de conflictos resueltos, de memoria compartida, de victorias y derrotas integradas en una narrativa común; se construyó, en cambio, como una colección de huecos rellenados con imitaciones externas. La nación hondureña se inventó a partir de lo que creía que debía ser una nación, no a partir de lo que ella misma era. De ahí la sensación permanente de que la identidad nacional flota sobre un terreno inestable: siempre está diciendo más de lo que puede demostrar, siempre está prometiendo más de lo que puede producir, siempre está intentando representar una modernidad a la que nunca tuvo acceso.

Por eso lo hondureño no se articula como el producto de una historia elaborada sino como una respuesta defensiva frente a esa historia. Frente al retraso, se fabrica un orgullo. Frente a la pobreza, se fabrica un mito. Frente a la desorganización, se fabrica un discurso. Frente a la falta de Estado, se fabrica una simbología patriótica. Y así, generación tras generación, el país fue construyendo una identidad que existe más en el terreno de lo imaginario que en el de lo vivido, una identidad que es al mismo tiempo un refugio y un obstáculo, una especie de caparazón narrativo que protege del dolor, pero impide transformar la realidad.

Esta artificialidad no se debe a que Honduras carezca de cultura, toda sociedad produce formas simbólicas, prácticas sociales, expresiones colectivas, sino a que la hondureñidad se constituyó principalmente como una manera de evitar la confrontación con el estado real del país. La cultura nacional ha sido moldeada más por la negación que por la afirmación: negar la precariedad estructural, negar la dependencia económica, negar la violencia histórica, negar el atraso institucional, negar la propia pequeñez geopolítica, negar el fracaso repetido en construir un proyecto común. En vez de asumir estas realidades para transformarlas, se les ha preferido envolver en discursos tranquilizadores que permiten sobrevivir simbólicamente sin resolver nada.

Así, a lo largo de dos siglos, Honduras no logró desarrollar una modernidad propia, sino que se convirtió en un espacio donde se imitan los signos externos de la modernidad sin sus cimientos. Se adoptan modelos educativos, económicos, jurídicos y políticos que no emergen de la experiencia hondureña, sino que se toman como copias, como estructuras prearmadas que se injertan en un terreno que nunca fue preparado para recibirlas. Y como ocurre con toda copia descontextualizada, estos injertos no arraigan: permanecen como fachadas, como instituciones aparentemente modernas que funcionan con lógicas premodernas, como discursos del siglo XXI aplicados sobre una realidad del siglo XIX. Honduras no está solo en la periferia de la modernidad: está en la periferia de la periferia, en un borde donde la modernidad llega en forma de imitación vacía, de modelo incompleto, de repetición inexacta.

Las formas culturales hondureñas se construyeron, por lo tanto, no sobre una elaboración profunda de la experiencia histórica, sino sobre la necesidad de llenar un vacío. Hay prácticas, pero no instituciones; hay costumbres, pero no proyecto; hay símbolos, pero no cohesión; hay palabras, pero no transformaciones. Lo hondureño existe, pero no se encarna completamente en la vida social. Es como si la identidad nacional estuviera siempre suspendida, siempre incompleta, siempre describiendo un país que no coincide con el país real. Una identidad que se vive más como un deseo íntimo que como un producto de la historia, más como un relato que como una experiencia compartida.

Esta distancia, lejos de corregirse, se profundiza con el tiempo. Honduras sigue siendo un territorio donde la ficción de la identidad pesa más que la realidad, donde el país imaginado funciona como un bálsamo emocional frente a la dureza de los datos, donde la ilusión nacional suplanta la responsabilidad colectiva. Lo hondureño se despliega entonces como una coreografía sin escenario, como un discurso sin estructura, como un gesto sin obra. Una identidad que intenta dar forma a un país que nunca ha logrado consolidar su propio fundamento.

Desde temprano, el hondureño sustituyó la institucionalidad con el caudillismo como mecanismo psicológico y político. La figura del caudillo no fue simplemente un personaje histórico; fue una arquitectura mental. En ausencia de un Estado funcional, el hondureño depositó su sentido de orden en el hombre fuerte, en el patrón carismático que promete salvar al pueblo de los desastres que él mismo, paradójicamente, reproduce. Esta dependencia emocional hacia el salvador externo creó una ciudadanía infantilizada, habituada a delegar su responsabilidad a figuras mesiánicas que prometen que “esta vez sí”, que “todo cambiará”, que “la historia empieza conmigo”. El resultado fue una colectividad que confundió liderazgo con tutelaje, autoridad con carisma, política con espectáculo, y progreso con expectativas incumplidas. Desde Morazán hasta los caudillos liberales, desde Tiburcio Carías hasta los liderazgos contemporáneos, la figura del caudillo operó como anestesia: una forma de evitar confrontar la realidad de un país que nunca logró consolidar institución alguna. El caudillo permite que la realidad permanezca suspendida, reemplazada por un relato perpetuo de salvación futura.

Honduras no es simplemente un país que quedó fuera de la modernidad; es algo más extraño: una copia fallida de la modernidad. No una modernidad periférica, sino la periferia de la periferia, un espacio donde las ideas modernas llegaron como manuales ajenos, como estructuras prestadas que jamás se adaptaron a las condiciones reales de la sociedad. Mientras otros países latinoamericanos, aun en crisis, desarrollaron instituciones medianamente funcionales o élites modernizadoras, Chile con su estructura fiscal, Costa Rica con su Estado social, México con su centralización, Argentina con su tradición cultural, Brasil con su industria, Honduras se quedó atrapada en un intento de imitar sin comprender. Copiaba modelos políticos que no podía sostener, modelos económicos que no podía implementar, y modelos culturales que no podía reproducir. Lo hondureño no evolucionó hacia una modernidad propia; ensayó versiones defectuosas de otras modernidades. El país se convirtió en un simulacro institucional, una república que existe más como forma jurídica que como experiencia vivida.

Este déficit estructural generó una idiosincrasia particular donde el hondureño, frente al fracaso repetido, optó por un autoengaño cómodo. Parte de este autoengaño se expresa en una creencia profundamente arraigada: la idea de que Honduras está “mejor” que países como Nicaragua, Cuba o Venezuela. Esta ilusión se sostiene a pesar de los datos que ubican a Honduras consistentemente entre los veinte países más pobres del mundo, más cerca de los indicadores de África subsahariana o de la Haití actual que de cualquier nación latinoamericana que el hondureño suele criticar. Esta comparación absurda revela la naturaleza defensiva del imaginario hondureño: el hondureño no evalúa su realidad, la niega. Cree que todos están igual o peor, porque aceptar que otros, incluso bajo sistemas hostiles o en crisis, logran avances que Honduras jamás ha alcanzado, es demasiado doloroso, demasiado disonante. En esa disonancia se produce la ficción necesaria para sobrevivir: creer que se está mejor donde no se está mejor, creer que los demás están peor, aunque no lo estén.

El hondureño se regodea en su propia crapulencia, en una especie de orgullo invertido que consiste en no reconocer la magnitud del atraso. La ideología dominante, sobre todo la liberal de la posguerra, alimentó esta narrativa con propaganda constante: que el hondureño es trabajador, tranquilo, feliz, que vive en un país bello, que todo lo malo es culpa de los políticos, que la gente es buena por naturaleza. Estas ideas funcionan como parches emocionales que ocultan la estructura profunda: Honduras es uno de los países más violentos, más desiguales, más corruptos, más atrasados del mundo. La supuesta “tranquilidad” hondureña es en realidad resignación. La supuesta “felicidad” hondureña es conformismo. Y la supuesta “bondad” hondureña es una narrativa infantilizada que evita confrontar la responsabilidad colectiva en la reproducción del sistema clientelar, del amiguismo, del dejar pasar, del no exigir, del aceptar lo mínimo como suficiente.

La cultura hondureña tampoco escapa a esta artificialidad. En vez de producir vanguardias, reproduce celebraciones de pequeñas excepciones: se aplaude cuando un hondureño logra algo en el extranjero, cuando un artista es reconocido afuera, cuando un profesional destaca en Estados Unidos o Europa. Es un país cuya autoestima depende casi exclusivamente del reconocimiento externo. Los periódicos celebran a bailarines, chefs, estudiantes o atletas que “ponen en alto el nombre del país” porque el país mismo no logra producir condiciones para que el éxito ocurra dentro de sus fronteras. Ningún hondureño alcanza grandeza dentro de Honduras; solo puede alcanzarla fuera. La cultura local se reduce a celebrar permisos, no logros; validaciones externas, no creaciones internas.

Incluso el fútbol, un espacio simbólico importante en la identidad hondureña, opera bajo la misma lógica de autoengaño. El hondureño se percibe como un país “futbolero”, competitivo, talentoso, cuando la evidencia muestra que la selección carece de logros relevantes y los clubes apenas compiten en su propia región. No es un problema de falta de pasión; es la misma estructura: se cree que se es grande sin serlo, se cree que se compite sin competir. El fútbol funciona como metáfora del país mismo: una identidad inflada sin sustento, un orgullo sin resultados, una narrativa sin realidad.

La economía hondureña también refleja esta artificialidad. El emprendedurismo , promovido como motor del país,  es una ilusión estadística: más del 80% de los emprendimientos fracasa en dos años. No porque los hondureños carezcan de capacidad, sino porque el entorno es estructuralmente incompatible con el éxito sostenido: no hay crédito accesible, no hay infraestructura suficiente, no hay Estado que proteja al pequeño empresario, no hay mercado interno fuerte, no hay políticas de innovación. El emprendedor hondureño no emprende en un ecosistema; emprende en un vacío. Por eso fracasa. Y la propaganda insiste en romantizar ese fracaso como esfuerzo individual, como mérito, como historia inspiradora que se repite sin analizar por qué todos tropiezan con las mismas paredes.

La suma de estos elementos revela una verdad más profunda: lo hondureño no ha logrado reconciliar su imagen con su realidad. La identidad nacional está construida sobre una serie de negaciones psicológicas, sobre ficciones colectivas necesarias para soportar un país que ha fallado sistemáticamente en generar bienestar, cohesión, proyecto y modernidad. Honduras vive atrapada en una fantasía de sí misma, una fantasía donde cree ser algo que no es, donde cree avanzar sin avanzar, donde cree compararse con naciones que la superan ampliamente. Es un país donde la narrativa sustituye a la experiencia, donde el mito reemplaza al dato, donde la ilusión es más llevadera que la verdad. Y mientras no se rompa con ese autoengaño, mientras no se acepte la realidad, Honduras seguirá siendo lo que ha sido durante dos siglos: una ficción política intentando sostenerse sobre un territorio real.

Fuentes:

·       Honduras, el país menos próspero de Centroamérica, según Índice de Prosperidad 2025

·       Índice de Percepción de Corrupción 2024

·       Rule of Law Index 2022 - Honduras

·       World Report 2025 - Honduras

·       OECD Public Governance Reviews: Honduras 2023

·       Pobreza y desigualdad en Honduras 2023–2024

·       Global Innovation Index 2025 - Honduras



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