El colapso de LIBRE: anatomía del mayor fracaso de la izquierda latinoamericana en el siglo XXI
diciembre 03, 2025
Lo ocurrido con LIBRE en Honduras
debería estudiarse en cualquier manual serio de política latinoamericana,
especialmente en aquellos dedicados a las izquierdas. No como ejemplo de éxito,
sino como advertencia. Como recordatorio de lo que no debe hacerse cuando, tras
décadas de lucha, se conquista finalmente el poder. Porque en Honduras, años de
organización, de militancia, de sacrificios reales, persecución, muertos,
sudor, lágrimas, se desmoronaron en apenas un par de años de gobierno. La
impopularidad que el partido acumuló antes incluso de llegar a la mitad de su
mandato no es solo llamativa: es inédita en la historia reciente de las
izquierdas del continente.
Y, como tantas veces, Honduras
vuelve a funcionar como un extremo, como un laboratorio oscuro de lo que sale
mal en América Latina. Un país donde incluso la izquierda termina reflejando,
sin querer, las mismas deformaciones estructurales que critica. Esto no
significa que la derecha hondureña sea modelo de nada, el Partido Nacional es
otro caso de estudio, solo que en la dirección opuesta, , pero no es el foco de
este análisis. Aquí nos concentraremos en una izquierda que, pese al enorme
capital político que heredó y pese al respaldo internacional con el que inició,
terminó implosionando por errores internos: por no saber cuidar a su base, por
no saber comunicar su proyecto, por no poder convertir la esperanza en
resultados y por convertir adhesiones en repudio.
Duele reconocerlo porque dentro
de LIBRE hay personas valiosas, coherentes, generosas, con vocación real de
transformación. Pero la cúpula que tomó decisiones, la que debía conducir el
proceso, terminó reproduciendo los mismos vicios que el partido alguna vez
denunció. El resultado fue un suicidio político en cámara lenta, la destrucción
innecesaria de un proyecto por el que muchos dieron lo mejor de sí.
Este caso no debe repetirse. Y
por eso merece ser estudiado, analizado y entendido no solo por Honduras, sino
por todas las izquierdas de América Latina y más allá. Porque lo que se perdió
aquí no fue solo un gobierno: fue una oportunidad histórica que difícilmente
vuelva a presentarse con la misma fuerza.
La derrota de LIBRE en las
elecciones hondureñas no es un simple revés electoral. No es un tropiezo
circunstancial ni un “ciclo perdido”. Lo que ha ocurrido constituye, por su
dimensión, velocidad y profundidad, el fracaso más severo que ha experimentado
la izquierda latinoamericana en el siglo XXI, un colapso político que sorprende
no solo por la contundencia de los resultados, haber pasado de gobernar con una
legitimidad popular histórica a quedar en tercer lugar, sino por la incapacidad
del proyecto para sostener siquiera su propia base social. En un continente
donde los gobiernos progresistas han logrado, con matices, mantenerse mediante
éxitos materiales, institucionales o simbólicos, el desplome de LIBRE plantea preguntas
que obligan a una reflexión urgente: ¿cómo una izquierda que nació del hartazgo
popular terminó siendo repudiada en tan poco tiempo?
La tragedia de LIBRE es, sobre
todo, una tragedia de incoherencia. Se llegó al poder con la promesa de
refundación, de justicia social, de romper con las élites tradicionales y abrir
un horizonte nuevo para un país devastado por la corrupción y la desigualdad.
Pero esa promesa se contaminó rápidamente. Una candidata impopular, percibida
como impuesta y desconectada del sentir popular, se convirtió en el rostro de
un proyecto que había dejado de escuchar a su propia gente. Rixi Moncada nunca
encarnó esperanza ni cercanía. Le faltó el vínculo emocional imprescindible que
en América Latina sostiene a los liderazgos progresistas. Su dureza gestual, su
discurso inflamado sin profundidad y la distancia frente a la dirigencia
departamental sembraron una fractura con la base de LIBRE incluso antes de
iniciar la campaña. Era el símbolo perfecto de un problema más profundo: LIBRE
se había vuelto un proyecto encerrado en sí mismo, vertical, impermeable, cada
vez más autorreferencial.
El poder dejó de ser una
plataforma para transformar al Estado y se convirtió en un botín para
administrar. Surgieron “familiones” y “microfamiliones”, redes de nepotismo que
hicieron estallar la credibilidad moral del proyecto. La narrativa de la lucha anticorrupción,
el corazón ético de LIBRE, se desmoronó frente al espectáculo de nombramientos
familiares, escándalos administrativos y el manejo desigual del Ministerio
Público, cuyo fiscal general actuó más como operador político que como garante
del Estado de derecho. El “narcovideo” del diputado Carlos Zelaya fue el punto
de quiebre simbólico: ver a una figura tan cercana al núcleo del poder
conversando con narcotraficantes, mencionando millones para campañas pasadas,
dejó al gobierno moralmente desnudo. Y lo que siguió fue peor: la inacción. En
un país marcado por la violencia y la corrupción, la omisión también es una
forma de mensaje.
A esto se sumó una arrogancia de
clase política temprana, casi infantil. Viajes, viáticos, lujos y un estilo de
gobernar desconectado de la realidad de las bases, mientras el país se hundía
en el desempleo, el cierre de maquilas y la crisis hospitalaria. El discurso de
“somos pueblo” se volvió impostura. La distancia entre la élite de LIBRE y los
activistas que los habían llevado al poder se volvió un abismo.
El error más grave, sin embargo,
fue olvidar los límites del poder en una democracia frágil. La
instrumentalización del Congreso, el uso político del Ministerio Público, los
ataques constantes a medios, opositores, organizaciones de sociedad civil e
incluso a iglesias, que son instituciones profundamente arraigadas en el
imaginario hondureño, alimentaron la percepción de un gobierno que confundió
transformación con imposición. El caso del presidente del Congreso, Luis
Redondo, se convirtió en el símbolo del autoritarismo torpe: decisiones
erráticas, favoritismos descarados, represalias presupuestarias y un estilo
confrontativo que dañó más de lo que ayudó al proyecto.
La izquierda en América Latina,
cuando ha triunfado, lo ha hecho porque ha sido capaz de construir identidad
política arraigada, no porque copie manuales europeos o estadounidenses. Pero
LIBRE se extravió en una mezcla confusa: un progresismo de discurso importado,
un antiimperialismo reactivo, un populismo administrativo sin eficacia y para
sumar en el caso de Honduras geopolíticamente, ha sido siempre un país miope y
sin una doctrina clara. La apertura hacia la China continental fue uno de los
pocos aciertos estratégicos del gobierno , una decisión largamente pospuesta
por prejuicios heredados, y los primeros
gestos de acercamiento con Rusia también apuntaban en una dirección correcta
para diversificar alianzas y construir soberanía real. Sin embargo, el gobierno
nunca tuvo el nervio ni la convicción para sostener esa ruta con firmeza:
avanzó con pasos tímidos, dubitativos, incapaz siquiera de concretar la
apertura de una embajada rusa que debió haberse materializado mucho antes. Y
cuando buscó aproximarse a países antagonizados con Washington, como Cuba,
Nicaragua o Venezuela, lo hizo sin equilibrio y sin narrativa estratégica, no
como parte de un proyecto de autonomía latinoamericana, sino como movimientos
aislados que terminaron activando alarmas innecesarias.
El verdadero problema es que
Honduras no sabe jugar en el tablero geopolítico porque sus élites criollas,
incluidas las que hoy militan en LIBRE, jamás han tenido un pensamiento
internacional propio. Su instinto natural siempre será complacer a Estados
Unidos, no construir un equilibrio multipolar. De poco sirve posar de
antiimperialista cuando los hijos de los “familiones” viven, estudian o
vacacionan en suelo estadounidense; la dependencia emocional y material sigue
intacta. El único que permanece en la incertidumbre es el hondureño de a pie.
Por eso, aunque la política exterior fue quizá el área más prometedora del
gobierno, nunca logró transmitirse correctamente al país ni consolidarse en
acciones contundentes. Y en un contexto donde las remesas sostienen la
economía, confrontar a Estados Unidos sin una estrategia clara no era audacia
ideológica, sino un costo político que el gobierno no tenía capacidad de
gestionar. La intervención de Donald Trump solo terminó cristalizando un miedo
que la propia torpeza narrativa del oficialismo había sembrado.
La eliminación anunciada del
tratado de extradición fue la gota que rebalsó el vaso. El mensaje implícito ,
que el gobierno quería proteger a los suyos ante eventuales procesos, llegó con nitidez a la ciudadanía. Cuando un
Estado envía señales de que está dispuesto a modificar instituciones
fundamentales para favorecer su supervivencia o blindarse judicialmente, el
electorado lo castiga. LIBRE olvidó que Honduras venía de una larga historia de
abusos de poder: la gente ya no tolera que un gobierno llegue a refundar y
termine reforzando prácticas viejas, pero ahora bajo un discurso progresista.
La acumulación de errores fue tan
grande que incluso fenómenos externos, como la marcha histórica por la paz
convocada por iglesias, adquirieron un tono político devastador para el
oficialismo. Ver a millones de personas en las calles expresando hartazgo moral
fue una señal de que LIBRE había perdido la batalla por el alma del país. Y
mientras todo esto ocurría, el gobierno se peleaba con organizaciones de
sociedad civil que habían sido aliadas naturales en la oposición. Se comportó
como si tener el poder bastara para fabricar legitimidad; olvidó que la
legitimidad se respira, se siente, se cultiva.
Al final, lo que ocurrió el 30 de
noviembre no fue una elección más: fue un plebiscito moral. El votante
hondureño no solo evaluó políticas: emitió un veredicto ético. Las personas
sintieron que habían sido traicionadas por un proyecto que prometió refundación
y entregó clientelismo; que prometió transparencia y entregó opacidad; que
prometió un Estado para el pueblo y terminó gobernando para un círculo
reducido. El progresismo hondureño cometió el pecado capital de toda izquierda
que se desconecta de su fundamento popular: se volvió una izquierda abstracta,
sin raíces, sin disciplina moral, sin proyecto propio, entre la imitación
ideológica y la improvisación administrativa. Esa “izquierda indefinida” de la
que hablaba Gustavo Bueno: una izquierda que no es socialista, ni popular, ni
republicana, ni siquiera nacional; una izquierda que copia consignas foráneas
sin comprender la identidad profunda del país que aspira a gobernar.
La caída de LIBRE debería
convertirse en una advertencia para toda la región. La izquierda
latinoamericana solo sobrevive si se convierte en expresión orgánica del país
que dice defender, si construye soberanía intelectual en vez de repetir
consignas globales, si gobierna con humildad republicana y no con soberbia de
iluminados. Honduras envió un mensaje claro: la gente está dispuesta a apostar
por un proyecto alternativo, pero también está dispuesta a derribarlo si
traiciona la confianza. Con un solo mandato bastó para demostrar que el poder
sin raíz, sin coherencia y sin virtud termina siendo un edificio levantado
sobre arena.
La derrota de LIBRE no es solo el
final de un gobierno. Es un espejo incómodo para toda la izquierda continental.
Si no entiende su significado profundo, si no reflexiona sobre sus excesos, si
no reconstruye una identidad política desde la realidad concreta de sus
pueblos, este no será el último colapso. Será apenas el primero.
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