Honduras y su Paternalismo Gringo: ver más allá del Norte
diciembre 04, 2025
Durante generaciones, los
hondureños han creído que los intereses de Estados Unidos son, de alguna
manera, los nuestros. Hemos creído que su bienestar se traduce automáticamente
en bienestar para nosotros, que lo que beneficia a Washington necesariamente
nos beneficia a nosotros. Esta ilusión ha sido fomentada por décadas de
dependencia económica, por la centralidad de las remesas que llegan de nuestros
compatriotas en ese país, por la influencia cultural que nos llega en forma de
entretenimiento, tecnología, lenguaje y hábitos. Hemos interiorizado la idea de
que somos aliados naturales por proximidad geográfica, por historia compartida
o por intereses “comunes”. Pero la realidad histórica y política demuestra que
esta creencia es un espejismo peligroso, y que, en verdad, los intereses de
Estados Unidos han estado muchas veces en conflicto directo con los de
Honduras.
La reciente intervención de
Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2025 es una evidencia clara y
descarnada de esta realidad. Respaldar públicamente a un candidato, amenazar
con condicionar la ayuda económica, insinuar impunidad para un ex presidente,
cuestionar resultados electorales, presionar mediáticamente y politizar cada
paso del conteo: estas no son acciones que buscan proteger el bienestar del
pueblo hondureño. Son acciones que buscan garantizar que los objetivos
estratégicos de Estados Unidos se cumplan, aunque ello signifique vulnerar la
soberanía de Honduras, socavar la legitimidad de sus instituciones y manipular
la voluntad de su gente. Esto no es una novedad aislada: la historia del país
está marcada por intervenciones directas e indirectas de Washington, por golpes
de estado, presiones políticas y económicas, y por un patrón constante de
subordinación a intereses externos. Lo que hoy vemos es la misma historia, pero
con la diferencia de que ahora la intervención es descarada, pública y
mediática, imposible de negar, y nos obliga a mirar con claridad el alcance de
nuestra dependencia y la necesidad de replantearnos nuestras alianzas.
El imaginario colectivo que nos
hizo creer que Estados Unidos es nuestro amigo y socio ha pesado demasiado
sobre nuestra capacidad de acción y decisión como país. Durante décadas, hemos
permitido que esta dependencia económica, política y cultural determine
nuestras prioridades, nuestras políticas públicas y nuestra visión de
desarrollo. Hemos asumido que seguir la dirección marcada por Washington era
inevitable o incluso deseable, cuando en realidad esta relación ha servido para
mantenernos subordinados, limitados y expuestos a intereses que no son los
nuestros. La verdad, por dura que sea, es que los intereses de Estados Unidos
nunca han sido los intereses del pueblo hondureño. Cada intervención, cada
presión, cada condicionamiento lo demuestra.
Es tiempo de que los hondureños
despierten a esa realidad. No podemos seguir confiando en que la proximidad
cultural, las remesas o la retórica de alianza aseguran que nuestros intereses
sean respetados. Esta dependencia no es amistad; es subordinación. Y
reconocerlo no significa cerrar las puertas al mundo, sino ampliar la visión y
comprender que existen otras regiones y potencias con las que podemos formar
relaciones equitativas, respetuosas y mutuamente beneficiosas. África, Europa
Oriental, Eurasia, China, el Sudeste Asiático: todas estas regiones presentan
oportunidades de cooperación estratégica que no implican subordinación ni
imposición, sino intercambio y respeto a nuestra soberanía. Diversificar
nuestras relaciones internacionales, romper con la ilusión de que nuestro
bienestar depende del norte y construir alternativas reales, inteligentes y
soberanas, es un acto de liberación nacional.
Honduras enfrenta una decisión
que trasciende lo electoral: no se trata solo de quién gane o pierda una
presidencia, ni siquiera de si se respeta o se manipula el voto de los
ciudadanos. Se trata de nuestra capacidad de entender que no podemos seguir dependiendo
de un actor externo cuyo interés principal nunca será nuestro bienestar. Es un
llamado a repensar nuestra estrategia como nación, a cuestionar las relaciones
históricas que hemos naturalizado y a proyectar una política exterior basada en
reciprocidad, respeto y soberanía. Seguir creyendo que Estados Unidos es
nuestro amigo, nuestro aliado o nuestro socio es un riesgo que hemos pagado con
nuestra historia; reconocer que esto es una ilusión es el primer paso hacia una
verdadera liberación política, económica y cultural.
La independencia no se mide solo
por la capacidad de votar o elegir líderes; se mide por la capacidad de decidir
nuestros propios destinos, de construir alianzas que respeten nuestros
intereses y de dejar de aceptar una subordinación disfrazada de cooperación.
Romper con la ilusión de que los intereses de Estados Unidos coinciden con los
nuestros no es un acto de confrontación gratuita, sino de claridad geopolítica,
de justicia histórica y de autodeterminación. Honduras tiene la oportunidad de
mirar más allá del norte, de explorar nuevas relaciones estratégicas y de
imaginar un futuro en el que su soberanía no sea negociable, donde sus
decisiones sean propias y donde sus intereses de verdad, y no los de un país
externo, guíen su rumbo.
Despertar a esta realidad no es
fácil. Requiere valor, análisis crítico y disposición a cuestionar décadas de
dependencia y condicionamientos. Pero es indispensable. Mientras sigamos
creyendo que Washington es nuestro amigo, seguiremos siendo vulnerables.
Mientras no rompamos la ilusión, seguiremos repitiendo ciclos de subordinación
y desilusión. Es hora de que los hondureños comprendan que la liberación no
vendrá de una intervención externa, sino de la decisión consciente de ejercer
nuestra soberanía, diversificar nuestras alianzas y construir relaciones con el
mundo sobre la base de igualdad y respeto mutuo. Solo así podremos dejar de
soñar con amigos que nunca lo fueron y empezar a construir un país que
verdaderamente actúe y decida por sí mismo.
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