EL DEMONIO FILIBUSTERO Y LA DIGNIDAD CENTROAMERICANA
septiembre 07, 2025
Quien crea que la Guerra Nacional
de 1856–1857 fue simplemente una campaña militar es que no ha entendido nada.
Reducir esta gesta heroica a un desfile de batallas y cañones es perder de
vista su esencia: fue un acto de dignidad continental, un manifiesto
existencial contra la arrogancia y el racismo de los invasores. La guerra no se
libró solo en campos abiertos, sino en la afirmación misma de la libertad de
los pueblos centroamericanos frente al imperialismo estadounidense, encarnado
en la delirante figura de William Walker. Cada soldado aliado, cada gesto de
resistencia, desde Juan Santamaría hasta los líderes de las repúblicas unidas,
fue una declaración filosófica: nuestra existencia como pueblos soberanos no
está a la venta, no se negocia, y no se subordina a los delirios expansionistas
de una potencia extranjera. Entender la Guerra Nacional como un mero episodio
bélico es cometer el error de quienes ven la historia como un catálogo de
fechas y bajas, sin comprender que esta lucha fue, ante todo, una resistencia
ética, política y ontológica: una prueba de que Centroamérica podía decir “no”
a los invasores y decidir su propio destino.
En la historia de Centroamérica
hay momentos que parecen arrancados de una tragedia griega: miserias internas
que abren la puerta al destino funesto, y de repente, la aparición de un
enemigo tan brutal que obliga a despertar del letargo. Tal fue la guerra
filibustera. Una Centroamérica dividida, corroída por sus eternas rencillas,
terminó de rodillas ante un aventurero yanqui que se autoproclamaba redentor.
Y, sin embargo, de esa humillación nació una gesta heroica: la unión de pueblos
fragmentados para derrotar al demonio.
Porque William Walker no fue un
simple aventurero; fue la encarnación del pirata anglosajón, ese demonio
histórico que, con Biblia en una mano y látigo en la otra, viene a enseñarnos
“civilización”. Detrás de su fachada de redentor se escondía un proyecto
genocida: convertir a Centroamérica en un plantío de esclavos, repartido entre
la élite blanca estadounidense y regido por la lógica brutal del Destino
Manifiesto.
Walker dejó por escrito, sin
pudor, que el mestizo era “causante del desorden” y debía desaparecer; que la
esclavitud era una bendición que pondría orden en este “pueblo degenerado”. Así
de claro: para él, nuestra gente era una molestia biológica, un error histórico
a corregir con fuego y látigo. ¿Civilización? No: exterminio disfrazado de
progreso.
El filibustero se presentaba como
“regenerador”. Regenerar, sí, pero ¿qué? ¿La dignidad humana o el negocio de la
carne humana? Walker proponía una república con castas: blancos dueños de todo,
esclavos negros como herramienta de trabajo, e indígenas y mestizos condenados
a ser parias. Era el sueño húmedo del esclavista del sur estadounidense: un
laboratorio de apartheid tropical con olor a pólvora y sangre.
Lo peor no fue su ambición
personal, sino la complicidad estructural. Estados Unidos lo miraba con
simpatía: el Partido Demócrata sureño aplaudía a su filibustero como el
adelantado de la expansión esclavista. ¿Y qué hizo Walker? Pues aceptar la
oferta de Castellón y los liberales nicaragüenses, izar su bandera con estrella
roja en Nicaragua, reinstauró la esclavitud, impuso el inglés como idioma
oficial y soñó con exportar su “modelo” a toda Centroamérica. Ese era su
“progreso”: convertir a estas tierras en otra plantación más del imperio.
Progreso tan defendido por los liberales centroamericanos, que hicieron
cualquier cosa para impedir el ascenso de sus rivales conservadores. Que por
más chistoso que parezca, fueron los que más espíritu antiamericano tenían.
Pero aquí viene lo que duele y al
mismo tiempo enorgullece: la unión fue la respuesta. De repente, las repúblicas
enemistadas comprendieron que, si no peleaban juntas, simplemente dejarían de
existir. Costa Rica, Honduras, El Salvador, Guatemala y los propios
nicaragüenses granadinos supieron ver lo evidente: el enemigo real no era el
vecino, sino el pirata yanqui que se proponía borrarles del mapa. Y entonces
sí: los campesinos tomaron machetes, los soldados dejaron la intriga y los
presidentes firmaron una alianza. La Campaña Nacional no fue solo una guerra:
fue un exorcismo colectivo contra el demonio filibustero.
La imagen de Juan Santamaría incendiando el mesón de Rivas no es solo heroísmo militar; es filosofía encarnada. Es la afirmación de que el ser humano no acepta cadenas, aunque el verdugo se vista de “civilizador”. Es el grito existencialista de un pueblo que prefiere arder antes que vivir humillado. En cada batalla –Santa Rosa, San Jacinto, Rivas– se decidió algo más que un resultado bélico: se decidió que Centroamérica no sería un campamento esclavista de los Estados Unidos.
Y Walker, el “civilizador”,
terminó como debía terminar un pirata: fusilado en Trujillo, Honduras, en 1860.
Ni gloria, ni imperio, ni estatua. Solo el recuerdo de que vino como demonio y
fue derrotado como tal.
Lección para hoy
¿Y qué hacemos hoy con esa
memoria? Porque el demonio anglosajón no murió con Walker; solo cambió de
máscara. El mismo espíritu filibustero se recicla en bases militares, en
tratados comerciales asimétricos, en ONGs que predican democracia mientras
apuntalan saqueos. Hoy ya no nos traen cadenas de hierro, sino de deuda, de
monocultivo, de gentrificación disfrazada de “desarrollo”.
Por eso la guerra filibustera no
es arqueología: es advertencia. Nos recuerda que nunca se debe confiar en la
sonrisa del imperio. Ayer Walker, hoy cualquier otro satrapilla con traje de
ejecutivo o general. Siempre con el mismo objetivo: someter, dividir,
exterminar si es necesario. La lección filosófica es brutal en su sencillez: o
nos unimos, o desaparecemos. En 1856, Centroamérica lo entendió y venció. Hoy,
América Latina entera debería volver a entenderlo. La unidad no es
romanticismo: es supervivencia. La derrota no fue casual: la lograron los
pueblos que se negaron a desaparecer, los pueblos que decidieron existir como
libres.
La lección sigue viva: el demonio
filibustero no murió; solo cambió de rostro. Hoy se esconde detrás de bases
militares, tratados comerciales asimétricos, monocultivos y gentrificación. La
memoria de aquella guerra no es arqueología polvorienta: es advertencia,
brújula de supervivencia para América Latina.
Quien creyó traer “civilización”
solo dejó un espejo brutal: la verdadera fuerza civilizadora es la que surge
cuando los pueblos se levantan unidos para expulsar al invasor. Esa victoria es
la gran epopeya centroamericana y debería ser el evangelio político de toda la
región: jamás confiar en el imperio, nunca aceptar su “progreso” y recordar
que, detrás de su sonrisa amable, siempre habita el mismo demonio.
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