LA GUERRA INTESTINA QUE ENFRENTA ESTADOS UNIDOS

septiembre 10, 2025

 



Siempre resulta curioso cómo la opinión pública global se obsesiona con la política exterior de Estados Unidos: sus guerras interminables en Medio Oriente, sus sanciones económicas disfrazadas de cruzadas morales, sus intervenciones "humanitarias" que dejan países en ruinas. Pero hay un punto que, tanto José Miguel Villarroya como Alfredo Jalife vienen repitiendo desde hace años con insistencia casi profética: la verdadera guerra de Estados Unidos no está en Ucrania, ni en Gaza, ni en el Mar de China. La verdadera guerra se libra dentro de sus propias fronteras, y es tan brutal que la mayoría prefiere mirar hacia otro lado.

Estados Unidos está viviendo su guerra intestina. No se trata de un choque bélico clásico, con ejércitos uniformados enfrentándose en un campo abierto. Es una guerra larvada, silenciosa, fragmentada, que se cuela en las grietas sociales, raciales, políticas y culturales de ese país. Una guerra que los medios mainstreams maquillan como "polarización política", cuando en realidad es un conflicto existencial donde cada bando quiere ver al otro no derrotado, sino destruido.

Mientras los analistas nos llenan de mapas sobre los avances rusos en Donetsk o los movimientos de portaaviones en el Pacífico, casi nadie cubre lo que pasa en el interior del monstruo. Es como si el "imperio" hubiera logrado su truco más macabro: hacer que el mundo se preocupe más por sus aventuras imperiales que por el hecho de que su propio tejido social se está desangrando. El espectáculo exterior distrae, mientras dentro arde la casa.

La narrativa del "american dream" se pudre frente a nuestros ojos. El trabajador medio está más endeudado que nunca, las ciudades se han convertido en campos de batalla de drogas y homeless, y la clase política juega al circo romano con elecciones que parecen reality shows. El racismo, lejos de desaparecer, se reinventa; las tensiones ideológicas no solo dividen partidos, sino familias enteras. ¿Suena exagerado? No lo es. Basta ver los debates presidenciales para notar que no son discusiones políticas: son preludios de guerra civil verbal que tarde o temprano será física.

Lo que Jalife y Villarroya ya sabían

Jalife lo ha gritado con su estilo apocalíptico y Villarroya lo ha analizado con bisturí académico: Estados Unidos se dirige hacia una guerra interna inevitable. No hablamos de un estallido futuro; hablamos de un proceso que ya está ocurriendo. Masacres escolares semanales, atentados políticos como el que costó la vida a Charlie Kirk, y un clima de odio en donde cualquier discrepancia puede terminar en violencia. Y lo más irónico es que quienes antes exportaban guerras para "llevar democracia", ahora no logran sostener la suya sin que se desmorone como una caricatura grotesca.

El monstruo contra sí mismo

La guerra intestina estadounidense no necesita tanques ni invasiones. Sus armas son los algoritmos que alimentan el odio en redes sociales, la manipulación mediática que convierte a los ciudadanos en fanáticos, y una élite que juega con fuego mientras la sociedad se quiebra en dos. Estados Unidos no necesita un enemigo externo para caer: lo está logrando solo, devorándose desde las entrañas.

¿Por qué casi nadie habla de esto? Porque reconocerlo sería aceptar que el "modelo estadounidense" es un cadáver maquillado. Es más fácil seguir la telenovela de Biden, Trump y el circo electoral que aceptar que detrás del show hay un país que se despedaza. El imperio, como todo imperio en decadencia, disfraza su podredumbre interna con desfiles de poder en el exterior. Y el resto del mundo, dócil como siempre, finge que no ve el hedor.

La guerra intestina de Estados Unidos no es una posibilidad: es un hecho en desarrollo. Villarroya y Jalife lo advirtieron, pero los "expertos" prefirieron seguir hablando de portaviones y guerras lejanas. El verdadero campo de batalla está en Chicago, en Texas, en las universidades convertidas en trincheras ideológicas. Estados Unidos es como un cadáver que aún camina, pero que ya huele a descomposición. Y lo más patético es que, mientras se devora a sí mismo, el mundo sigue pendiente de sus aventuras imperiales, como si el verdadero espectáculo no estuviera ocurriendo en su propio patio trasero.

 


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