HOMBRE INSECTO CON MICROALMA

septiembre 11, 2025

 



Que no se confunda con el insecto alienado de La metamorfosis de Kafka, el hombre-bicho, el Hombricho, es en efecto una neurona perfectamente ajustada a la mente-colmena tecno-corporativa del neoliberalismo tardío. Consecuencia de una sociedad brutalmente consumista, peligrosamente sobrepoblada, descaradamente hedonista y moralmente en ruinas, el humilde Hombricho define una era distópica donde todo el mundo tiene de todo, gadgets, apps, comida rápida, ropa de moda, pero, al mismo tiempo, carece de lo fundamental: comunidad, espíritu natural, sustancia mental. Es un consumidor zombie, un esclavo asalariado castrado, un recipiente vacío relleno de plástico, píxeles y silicona.

Es el vómito de un páramo corporativo estéril. Millones de réplicas casi idénticas, todas convencidas por publicistas de ser “únicas”. Personalidades moldeadas por logos, usuarios de Instagram obsesionados con el check azul.

El Hombricho surge cuando una cultura infantilizada y hueca se despoja de la fibra intelectual, filosófica y ética que alguna vez la sostuvo. Absolutamente dependiente del estado-niñera y de sus dispositivos electrónicos, se ha reducido a la condición de mascota humana. Un niño de 90 kilos.

Como un niño, su superficialidad lo vuelve maleable a caprichos y modas fugaces en una sociedad degenerada, adicta a la dopamina digital. Basa su identidad en microtendencias que imagina profundas, creyéndose “early adopter”, sin notar que el marketing siempre le lleva un paso por delante. Es el conejillo de indias millennial: laboratorios de neuromarketing cobran miles de dólares por estudiarlo y diseñar cómo fidelizarlo.

Es el primero en la fila para el nuevo iPhone, defiende sin titubear el ascenso de la inteligencia artificial y fantasea con mudanzas planetarias. No siempre fue así: sus padres de clase media lo educaron bien, lo enviaron a una buena universidad. Pero la sobresocialización lo hizo encajar sin fricción en una civilización enferma, donde jamás conoció la rudeza de pruebas que forjan carácter. Su desarrollo mental quedó atrofiado a cambio de una cómoda asimilación en un circo de idiocia y frivolidad.

El Hombricho ocupa dos hábitats. Uno: la ciudad-colmena, viviendo encima, debajo y al lado de otros bichos humanos. Dos: el suburbio, con casas alineadas como cajas de cereal, árboles de plástico y vecinos desconocidos.

El vaciado deliberado de su alma facilitó asignarle un empleo insípido en la maquinaria corporativa: analista, gestor de proyectos, burócrata o abogado de papeles. O peor: entregado a la pesadilla digital de trabajar en la nube por un sueldo miserable, alimentando la estructura que lo devora. Cero sentido. Un Hombricho triste, leal a corporaciones sin rostro como si sufriera un síndrome de Estocolmo a escala planetaria.

Aterrado de ser expuesto, entrega su mente para que la moldeen como plastilina hasta encajar en la granja de cubículos. Manda 150 correos diarios prometiendo “alinear métricas” y “apalancar sinergias”. Trepa una escalera invisible mientras lo corroe un vacío interno que tal vez lo mande temprano a la tumba.

Frustrado, se sumerge en la droga del entretenimiento digital. Cambia su tele 4K por una de 75 pulgadas. Compra más videojuegos, un set de realidad virtual, encuentra un dealer de marihuana y consigue recetas de antidepresivos. Ha maratoneado Netflix, ido al cine, pagado Spotify Premium, repite reseñas pedantes sobre películas mediocres y series huecas. Jamás sabrá de trascendencia, de genios o de obras que engrandecen el alma: sólo consume lo que un comité aprobó como “vendible”.

Su dieta es igual de lamentable. Comida empaquetada, “snacks saludables” en cartón reciclado, barras energéticas de laboratorio, todo caro, cargado de sal y azúcar. Cocinar le parece un atraso. Su cuerpo lo delata: músculos atrofiados, órganos cubiertos de grasa, piel pálida y escamosa.

En lo deportivo se divide en dos: el empollonicho que no hace nada físico, o el foroficho, que pasa más de 30 horas a la semana mirando deportes por TV, apostando, discutiendo en foros y gritando en bares.

Las redes sociales son su plaza pública: ahí debate, presume de virtudes morales y se refugia de su alienación. Scrollea en TikTok, se ríe con clips de comediantes de late night shows y escribe con suficiencia “liberal en lo social, conservador en lo económico” en hilos de Reddit o columnas de opinión en medios mainstream como el New York Times o The Atlantic.

Carente de contexto histórico, racional o espiritual, vive atrapado en el pánico del presente, reactivo a cada “noticia urgente”. Se traga sin crítica misiones humanitarias de la ONU, discursos corporativos verdes y campañas de justicia social empaquetadas para el consumo masivo.

 Ignora el veneno de think-tanks globalistas que sólo existen para fabricar el artificio económico que lo mantiene atado. Es el tonto útil arquetípico: sostiene con devoción el mismo sistema que lo aplasta.

En la arena pública, huye del debate honesto. Domina la distorsión de argumentos: postureo moral, victimismo, falacias, ataques personales. Se aferra a repetir lo “mainstream” convencido de estar en el lado correcto de la historia.

En persona se presenta amable, feliz, “buena gente”. Evita confrontaciones, vive aterrado de ser cancelado por “pensar mal”. Ese es el caparazón duro del Hombricho. Debajo yace su microalma, asfixiada.

De niño miraba las estrellas y se preguntaba por el origen de la humanidad. Hoy su mente está demasiado intoxicada de píxeles, cultura basura y rutinas laborales para detenerse a pensar. Incapaz de paz o asombro natural, se deja triturar día tras día por fuerzas invisibles.

Así sigue, indefinida y enfáticamente, un Hombricho con microalma.


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