Hasta hace poco la palabra
“nomofobia” era desconocida para muchos, y al escucharla cualquiera podría
imaginar que se trata de algún odio extraño hacia un grupo inexistente, pero
no: así se denomina al supuesto “nuevo trastorno psicológico” de nuestra época,
ese miedo y ansiedad que se experimenta cuando una persona se separa de su
teléfono celular. En España circula el dato de que más de la mitad de la
población entra en crisis si olvida el móvil en casa, y aunque en América
Latina no siempre contamos con encuestas tan precisas, la escena se repite en
Tegucigalpa, Ciudad de México, Lima o Buenos Aires: basta tomar un bus, caminar
por una plaza o entrar a un café para comprobar cómo la mayoría vive absorta en
su pantalla, deslizando el dedo sin parar como si fuera un acto reflejo.
La dependencia es evidente, y
cuando falla la batería o no hay señal, muchos sienten angustia real, un vacío
que se vuelve insoportable. Lo curioso es cómo nuestra sociedad multiplica sin
cesar la lista de “trastornos”, algunos reales, otros inventados y otros que
son poco más que ocurrencias con nombre rimbombante, como la famosa “depresión
postvacacional”.
En un continente donde millones
de personas jamás han tenido vacaciones, esa idea resulta un insulto, pero lo
que cuenta no es la lógica sino el negocio. Porque un ciudadano sano no da
ganancias, en cambio uno etiquetado como paciente se vuelve rentable: para la
industria psicológica de consumo rápido, para los laboratorios que venden
pastillas y sobre todo para la gran industria tecnológica, que es la verdadera
beneficiaria.
Al final, no es casualidad que
los mismos que diseñan celulares cada vez más adictivos también nos hablen de
los males de usarlos demasiado, como si se preocuparan por la salud del
consumidor. En Honduras los psicólogos ya reconocen que los jóvenes llegan a
consulta con ansiedad, depresión o insomnio derivados del uso compulsivo del
celular; la vida de muchos se ha reducido a un sonido de notificación, a un
mensajito en WhatsApp, a un corazón en Instagram. Y lo más inquietante es que
esa dependencia se celebra: padres orgullosos presumen que su hijo ya no se
despega de la consola o que pasa el día entero frente a la pantalla, creyendo
que han acertado con el regalo cuando en realidad han festejado la esclavitud
tecnológica de sus propios hijos.
Lo que debiera ser herramienta se
ha convertido en amo y señor, y no es casualidad: todo está diseñado para
atrapar. La red social nunca termina, las notificaciones nunca se agotan, los
algoritmos saben exactamente cómo retenernos. Y si el ser humano carece de
voluntad firme, si el carácter se debilita y la educación fomenta la
dependencia desde la infancia, entonces no sorprende que terminemos dominados
por máquinas que parecen tener más personalidad que nosotros.
En América Latina la paradoja se
vuelve más cruel: sectores empobrecidos hacen malabares para endeudarse con tal
de comprar el último celular, convencidos de que el estatus se mide en
gigabytes, mientras las élites celebran que sus hijos aprendan a programar en
costosas tablets; unos apenas alcanzan para el plan de datos que los conecte a
TikTok, otros alimentan la ilusión de un futuro digital exitoso. En ambos
extremos, la dependencia es la misma. La nomofobia no es solo ansiedad
individual, es un fenómeno político y social: una población enganchada a la
pantalla resulta más fácil de distraer, manipular y controlar.
Honduras y la región atraviesan
crisis profundas de violencia, pobreza, migración y desempleo, pero buena parte
de la ciudadanía está hipnotizada frente al celular, discutiendo banalidades en
redes, consumiendo noticias falsas y entregando su tiempo a contenidos que solo
la embrutecen. Lo que debería ser comunidad se convierte en conexión digital,
lo que debería ser conversación se sustituye con un emoji, lo que podría ser
pensamiento crítico se reduce a un video de quince segundos. La dependencia
tecnológica no es accidente, es cultura inculcada: desde la infancia se enseña
a depender de la pantalla, del algoritmo, del influencer, mientras la
autonomía, la capacidad de aburrirse y de crear se consideran defectos. Así
vamos formando individuos cada vez más conectados y al mismo tiempo más solos.
Por eso no sorprende que, en
Honduras, en México o en cualquier ciudad latinoamericana la gente entre en
crisis si olvida el celular en casa: es la consecuencia de un sistema que
glorifica la conexión permanente y castiga el silencio. Y lo trágico es que
creemos que esa dependencia nos hace modernos, globales y libres, cuando en
realidad cada día que pasa nos volvemos un poco más ansiosos, un poco más
manipulables y, sin rodeos, un poco más tontos.