EL NOBEL DE PAZ NO SIGNIFICA NADA
octubre 12, 2025
No entiendo por qué la gente
todavía se sorprende de que el Nobel de la Paz sea un asunto puramente
político, un juguete decorativo al servicio de la hegemonía occidental. Lo
prudente sería empezar a tirar a la basura esas baratijas de prestigio, los
Óscar, los Nobel y todos esos trofeos bañados en hipocresía, y dejar que el
mundo multipolar comience a crear sus propias categorías de valor, alejadas del
veneno moral europeo y del sermón estadounidense.
Ya va siendo hora de que los
BRICS y el sur global dejen de mendigar reconocimiento en ceremonias que solo
sirven para reafirmar la superioridad cultural de quienes bombardean países
entre aplausos. Porque eso es, en el fondo, lo que representan estos premios:
una farsa institucional que legitima al verdugo y santifica al hipócrita.
Si la credibilidad del Nobel no
murió cuando Obama, el presidente que convirtió el dron en un deporte, se lo
llevó a casa con una sonrisa, entonces ya nada puede matarla. Ese fue el punto
de no retorno, el entierro oficial del ideal de la paz, con el propio Pentágono
como maestro de ceremonias. Desde entonces, cada entrega del Nobel no es un
homenaje a la paz, sino una celebración ritual del cinismo.
El Premio Nobel de la Paz se ha
vuelto una broma de mal gusto, un mal chiste contado por un imperio en
decadencia que todavía cree que el mundo le aplaude. Lo que alguna vez se
presentó como el reconocimiento a los esfuerzos por la reconciliación, el
diálogo o la justicia, hoy es un simple certificado de obediencia, un diploma
firmado en Washington y sellado en Oslo.
Hace años que ese galardón perdió
su alma, pero ahora ya ni siquiera se molesta en disimularlo. Lo llaman “Premio
Nobel de la Paz”, pero en realidad deberían renombrarlo con honestidad: Premio
Nobel de la Guerra, porque a eso se dedica. A premiar la sumisión disfrazada de
heroísmo, la violencia envuelta en discursos de democracia y la entrega de un
país al mejor postor bajo la excusa de la libertad.
El caso de María Corina Machado
no es una excepción: es la confirmación de una tendencia. Una mujer que ha
pedido abiertamente una invasión extranjera contra su propio país, que celebra
sanciones económicas que condenan a miles de venezolanos al hambre, y que se
jacta de tener a Trump y a Netanyahu como aliados, recibe el Nobel de la Paz.
Ironías del siglo XXI. Al paso que vamos, pronto se lo darán al Pentágono por
“defender la estabilidad global”.
El Nobel se ha convertido en una
herramienta más del maquillaje moral del imperialismo, un accesorio del soft
power que disfraza de causas nobles los intereses más miserables. Detrás de las
sonrisas y las conferencias llenas de palabras como “libertad” y “derechos
humanos”, lo que hay es una red de manipulación, dinero y sangre. Los supuestos
“premiados por la paz” resultan ser los mismos que llaman a golpes de Estado, a
bloqueos económicos y a sanciones letales que destruyen países enteros.
¿Y quién decide quién merece el
Nobel? Un comité noruego que se comporta como un cura viejo que bendice con el
agua bendita del dólar. Cada año eligen al nuevo santo de la OTAN: un opositor
en Rusia, un activista en Irán, una figura “democrática” en Venezuela. No se
premia la paz, se premia la utilidad. Se premia al que repite el dogma: Estados
Unidos es el bien, el resto del mundo necesita redención.
Y mientras tanto, las
consecuencias se miden en cadáveres. Las sanciones contra Venezuela, esas que
Machado defiende como si fueran caramelos, han destruido la producción
petrolera, bloqueado alimentos y medicinas, y provocado muertes evitables por
decenas de miles. Un informe comparaba sus efectos con un bombardeo quirúrgico.
Y tienen razón: es una guerra económica. La diferencia es que esta no deja
ruinas visibles, sino estómagos vacíos y hospitales sin suero.
Pero claro, para los fariseos del
norte, todo eso entra en la categoría de “daños colaterales por la democracia”.
Nada que un discurso en la ONU o una campaña de ONG no pueda justificar. Si los
pobres mueren, es por su propio bien. Si el país colapsa, es porque “necesitaba
un cambio de régimen”. Si el pueblo sufre, es porque todavía no entiende el
regalo que se le ofrece: ser colonia otra vez.
El Nobel se ha convertido en una
extensión del Departamento de Estado. Es un premio geopolítico, no moral. Sirve
para legitimar guerras, sanciones o campañas mediáticas. Y lo peor es que aún
hay gente que lo cree. Que ve el brillo del galardón y no se da cuenta de que
está manchado con petróleo, con sangre y con hipocresía.
Los medios occidentales, siempre
fieles al guion, repiten sin rubor que se premia “la valentía democrática”. No
importa que esa valentía consista en pedir que bombardeen Caracas o que
entreguen el petróleo venezolano a Chevron. La paz, en su lenguaje, es el
silencio de los vencidos. Es la quietud del país saqueado que ya no puede
defenderse.
Detrás del Nobel no hay
humanismo: hay una religión política, con sus profetas, sus herejes y sus
inquisidores. Los premiados son los santos del orden mundial, canonizados por
su utilidad. Los que se oponen son los demonios: Putin, Irán, China, o cualquier
país que no se arrodille. El mensaje es claro: o aceptas su paz o recibirás su
guerra.
Ya no se trata de moral, sino de
control narrativo. El Nobel se usa como un arma blanda, una bomba simbólica que
cae sobre la conciencia pública para dictar quiénes son los buenos y quiénes
los malos. Y cada año el mismo teatro: discursos emotivos, violines, lágrimas,
fotos sonrientes… mientras los drones norteamericanos siguen sobrevolando
países que jamás pidieron ser liberados.
Al final, el Nobel de la Paz no
celebra la paz, sino la victoria del cinismo. Es la medalla con la que el poder
se condecora a sí mismo por destruir el mundo con elegancia. No hay nada más
hipócrita que ver a los mismos que arrasaron Irak, Libia o Siria entregando
premios por la “defensa de la libertad”.
Si Alfred Nobel levantara la
cabeza, tal vez volvería a inventar la dinamita, pero esta vez para volar su
propio legado. Porque su premio, aquel que debía honrar la vida, se ha
convertido en el trofeo de los verdugos.
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