NO MÁS GUERRAS POR LA HEGEMONÍA UNIPOLAR

octubre 10, 2025




Israel no es sagrado. Irán no es una amenaza para nuestros pueblos. Rusia no es una amenaza para nuestros pueblos. La verdadera amenaza para América Latina, y en especial para Centroamérica, es la hegemonía unipolar que dicta quién puede hablar, quién puede comerciar, quién merece ayuda y quién debe ser castigado. No se trata ya de imperios formales con banderas ondeando sobre colonias lejanas, sino de un sistema mundial sostenido por el control financiero, mediático y militar. Las guerras que Estados Unidos libra en nombre de la “libertad” son las mismas que hunden en la miseria a naciones que jamás le han hecho daño. Y el problema no es Israel, ni Irán, ni Rusia, sino el relato occidental que convierte a unos en santos y a otros en demonios según su conveniencia.

 

América Latina ha sido durante demasiado tiempo el eco obediente de esa narrativa. Nuestros gobiernos se alinean automáticamente con las sanciones de Washington, nuestros medios repiten la propaganda del Pentágono como si fuera verdad revelada, y nuestras iglesias han sido colonizadas por una teología adulterada que predica la sumisión ante el poder anglosajón. Hace cien años, la llamada Biblia Schofield introdujo una reinterpretación del cristianismo al servicio de intereses externos. Su autor, Cyrus Schofield, fue rescatado de la ruina moral por quienes necesitaban convertir la fe en herramienta política. Con esa nueva lectura, la guerra en Medio Oriente se transformó en profecía y la obediencia a Israel en mandato divino. Desde entonces, millones de creyentes fueron programados para apoyar guerras que nada tenían que ver con su fe ni con sus vidas. Esa manipulación teológica, nacida en el corazón de Estados Unidos, se expandió por el continente y sigue moldeando mentes que creen servir a Dios mientras en realidad sirven al complejo militar-industrial.

 

La hegemonía occidental ha perfeccionado su arte de control: ya no necesita ocupar territorios con tropas; basta con ocupar conciencias. Nos han hecho creer que el mundo se divide entre “democracias” y “dictaduras”, cuando en realidad se divide entre los que obedecen el orden unipolar y los que lo cuestionan. Irán es presentado como un peligro porque no se somete, no porque amenace a nadie. En 1953, un golpe orquestado por la CIA derrocó a su primer ministro legítimo, Mohammad Mossadegh, por el simple delito de nacionalizar su propio petróleo. Desde entonces, Irán ha sido demonizado sin cesar, mientras Estados Unidos e Israel practican el expansionismo con total impunidad. Irán no posee armas nucleares, no invade países, no bombardea barrios civiles ni impone sanciones que matan de hambre. Pero el relato dominante lo necesita como villano para mantener el negocio de la guerra.

 

Rusia cumple una función similar en el imaginario occidental. No se trata de la defensa de la “democracia”, sino del miedo a un mundo que ya no gira exclusivamente en torno a Washington, Bruselas y Londres. La OTAN, que prometió disolverse con el fin de la Guerra Fría, se convirtió en una maquinaria de expansión sin freno, empujando sus fronteras hasta el este europeo y arrastrando consigo la lógica del cerco y la provocación. Mientras tanto, los pueblos del Sur seguimos pagando el precio: inflación, escasez, endeudamiento, fuga de cerebros, desinformación. La hegemonía unipolar no necesita conquistar Centroamérica con marines, porque ya lo hizo con tratados de libre comercio, con deuda externa y con propaganda constante sobre el “sueño americano”.

 

Israel, erigido como símbolo de pureza y civilización, se ha convertido en un laboratorio de control y represión: vigilancia masiva, censura digital, militarización cotidiana y desprecio abierto por el derecho internacional. Lo que allí se experimenta se exporta luego al resto del mundo. Y mientras los medios justifican cada bombardeo, nuestras cancillerías callan, por miedo a contrariar al amo. No hay nada sagrado en el poder que destruye pueblos enteros con misiles pagados por contribuyentes occidentales. No hay santidad en el Estado que convierte el sufrimiento de su historia en licencia para oprimir a otros.

 

La hegemonía unipolar también nos exige silencio. Nos pide que aceptemos su moral selectiva, su doble rasero, su hipocresía sistemática. Hablan de “derechos humanos” cuando conviene, pero callan ante Guantánamo, ante las sanciones que matan a civiles, ante los bloqueos que asfixian economías enteras. Y cuando un país latinoamericano busca independencia real, lo acusan de autoritarismo. La libertad, para ellos, solo existe si sirve a su mercado. El humanismo, solo si refuerza su poder.

 

Centroamérica, que conoce bien lo que significa ser patio trasero, debería ser la primera en rechazar esta estructura de sometimiento. Ya nos usaron como laboratorio de sus guerras sucias, de sus intervenciones, de su “cooperación” militar. En nombre del anticomunismo destruyeron generaciones enteras, y ahora, en nombre de la democracia, pretenden alistarnos en su nueva cruzada contra el “autoritarismo oriental”. Pero ninguna de esas guerras es nuestra. Ninguna de esas causas responde a nuestros intereses. El campesino hondureño, el pescador nicaragüense o el obrero salvadoreño nada ganan con la expansión de la OTAN ni con la imposición de sanciones a Moscú o Teherán. Solo pierden cuando los precios suben, cuando la deuda crece, cuando la región sigue siendo campo de prueba del mismo experimento de dependencia.

 

La hegemonía unipolar no se limita a la economía o la guerra; es una forma total de dominio. Está en los algoritmos que moldean la opinión pública, en las universidades que repiten las teorías de moda importadas desde Harvard, en las ONGs que disfrazan de filantropía el tutelaje político. El discurso del “Occidente democrático” se ha convertido en una religión laica donde los herejes son cancelados y los fieles reciben becas, visibilidad y contratos. En este mundo invertido, el Sur global debe pedir permiso hasta para existir.

 

Pero el equilibrio está cambiando. La hegemonía unipolar se agrieta. Los pueblos empiezan a reconocer que no necesitan tutores para pensar, ni salvadores con uniforme. América Latina, y en especial el istmo centroamericano, tiene el derecho y la obligación de definir su propio destino sin ser satélite de nadie. No se trata de sustituir un amo por otro, ni de caer en la ingenuidad de idealizar potencias emergentes, sino de romper con la idea misma de hegemonía. La multipolaridad no es una consigna: es una necesidad histórica para garantizar que ninguna civilización, ninguna potencia ni ningún bloque vuelva a decidir por todos.

 

Israel no es sagrado. Irán no es una amenaza. Rusia no es una amenaza. La hegemonía unipolar sí lo es, porque perpetúa un orden donde la violencia, la deuda y la mentira se presentan como virtudes. América Latina no debe seguir siendo el eco dócil de ese discurso. Debe ser el contrapeso, la voz incómoda, la región que recuerde al mundo que la dignidad vale más que la obediencia. Solo cuando dejemos de repetir la propaganda ajena podremos pensar en nuestro propio idioma, y solo entonces dejaremos de morir por causas que no son nuestras.

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