LA INFANCIA COLONIZADA POR LA TECNOLOGÍA

octubre 08, 2025

 



El siglo XXI tiene un altar: la pantalla. Todos podemos ver cómo se multiplica el uso de dispositivos móviles y cómo crece el tiempo que se pasa pendiente de ellos, en la calle, en el trabajo, en la escuela, en la cama. Es la epidemia de los tecnozombis: seres abstraídos en un mundo virtual que confunden interacción digital con interacción humana. Una generación entera convencida de que una sucesión de mensajes, emojis y “likes” equivale a tener vida social.

Pero el fenómeno ya no se limita a los adolescentes. Cada vez más niños, incluso de tres o cuatro años, están atrapados en este circuito de estimulación constante. Es lógico: los dispositivos y las aplicaciones están diseñados como trampas de atención, programadas para activar mecanismos cerebrales de recompensa. Igual que una bolsa de frituras o un cigarrillo, nunca alcanzan, siempre se quiere más. Y como con cualquier droga, la abstinencia duele: basta quitarle el celular a un niño hondureño, colombiano o argentino para desatar rabietas que revelan una dependencia temprana y profunda.

Con criterio cuestionable, padres y escuelas se apresuran a iniciar a sus hijos en la tecnología desde la cuna. En muchos hogares se celebra que el niño de dos años “ya sabe manejar la tableta”. En las aulas se entregan dispositivos como símbolo de modernidad, aunque sin un plan pedagógico sólido.

En América Latina este fenómeno adquiere un carácter doblemente irónico. Por un lado, millones de hogares carecen de libros, bibliotecas, maestros preparados, o incluso de electricidad confiable. Por el otro, los celulares y las redes sociales penetran hasta los rincones más pobres. Es decir: la cultura del clic avanza en territorios donde la cultura del libro nunca logró echar raíces.

Lo que se presenta como democratización tecnológica, muchas veces es un espejismo. No basta con repartir tabletas sin internet estable ni contenidos de calidad. No basta con presumir de conectividad cuando la señal es débil, cara y desigual. La pantalla se convierte en un fetiche: un objeto de prestigio que, en lugar de liberar, esclaviza.

No hace falta ser apocalíptico para reconocerlo: hasta los entusiastas digitales de Estados Unidos ya admiten los daños. Ansiedad, incapacidad de enfocarse, fragmentación de la memoria, deterioro de habilidades cognitivas, dificultades de socialización. Una infancia moldeada por estímulos fugaces difícilmente pueda desarrollar la paciencia, la introspección o la disciplina necesarias para el pensamiento crítico.

En Silicon Valley, el corazón del mundo digital, los ejecutivos de las grandes empresas tecnológicas envían a sus hijos a escuelas privadas sin pantallas, donde se escribe en el pizarrón y se leen libros impresos. No lo hacen por nostalgia, ni porque renieguen de la tecnología, sino porque entienden que para dominarla hay que llegar a ella con una mente entrenada, no con una mente colonizada por la gratificación inmediata.

Mientras tanto, en Honduras, Guatemala o Perú, se celebra como gran avance educativo la entrega de dispositivos que muchas veces terminan siendo juguetes caros. Se reparten computadoras sin electricidad en las aulas, tabletas sin internet en comunidades rurales, plataformas digitales que ningún maestro sabe usar. Es la caricatura del progreso: dispositivos convertidos en trofeos políticos.

Los gurús de Silicon Valley quieren que sus hijos sean protagonistas de la tecnología, no esclavos de ella. Pero cuando se trata de los hijos de los demás, la historia es distinta. Se diseñan aplicaciones adictivas, se fomenta la hiperconexión infantil y se silencian los riesgos.

Nadie propone advertencias en las cajas de tabletas o en las tiendas de aplicaciones: “El uso excesivo de pantallas puede afectar la salud mental y el aprendizaje”. No conviene. El mercado infantil es demasiado lucrativo como para ponerle frenos. Y América Latina, con su demografía joven y sus instituciones débiles, es el escenario perfecto para expandir esta colonización digital.

Aquí aparece la dimensión geopolítica. Nuestra región no es productora de tecnología de punta. Dependemos de importar hardware, software, infraestructura y hasta modelos pedagógicos. No fabricamos algoritmos, apenas los consumimos. No diseñamos sistemas operativos, apenas seguimos sus reglas. No tenemos soberanía digital, somos un mercado cautivo.

En Honduras, por ejemplo, apenas el 16 % de los hogares tiene computadora, pero más de la mitad de la población ya accede a internet, principalmente a través de teléfonos móviles. ¿Qué significa esto? Que la mayoría de los niños y adolescentes crece en un ecosistema digital dominado por redes sociales extranjeras, plataformas de video y videojuegos diseñados en el norte. Su imaginario, su lenguaje, su atención y hasta su manera de relacionarse se moldean bajo patrones ajenos.

La brecha digital no es solo de acceso, es también de contenido y de sentido. No tener acceso a internet es una desventaja, pero tenerlo sin filtros críticos también lo es: convierte a la niñez en presa fácil de un sistema diseñado para extraer datos, moldear conductas y vender publicidad.

En el fondo, lo que se juega es el modelo de sociedad que queremos. ¿Niños que aprenden a pensar, reflexionar y crear, o niños que aprenden a deslizar pantallas y consumir sin descanso? ¿Ciudadanos autónomos o usuarios dependientes?

Los datos muestran que en América Latina el consumo digital crece a pasos agigantados, mientras que la inversión en cultura, lectura crítica y educación de calidad sigue rezagada. El resultado previsible es una generación hiperconectada pero poco preparada para los desafíos de un mundo complejo. Una generación de consumidores globales, pero no de creadores.

Los ejecutivos tecnológicos quieren lo mejor para sus hijos, por eso los protegen de la tecnobasura que ellos mismos producen. Pero cuando se trata de los hijos de los demás, ese corazón de oro se convierte en plomo. Las mismas empresas que levantan escuelas “sin pantallas” en California, inundan de tabletas, videojuegos y redes sociales las periferias del planeta.

No se trata de un accidente. Es un modelo de negocio y, más aún, un modelo de poder. Cuanto más temprano se capture la atención de un niño latinoamericano, más garantizado queda su lugar como usuario de por vida.

En última instancia, Business is business. Lo demás, la educación, la cultura, la salud emocional, puede esperar.

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