LA ESTRATEGIA ANGLOSAJONA: ARTE DE LA IMPOSTURA
octubre 07, 2025
Con siglos de práctica, la
maquinaria cultural y política anglosajona ha pulido un arte que no necesita
héroes ni mártires, sino hábiles comerciantes de símbolos. Su destreza no
reside en la creación, sino en la imitación astuta; no en el enfrentamiento directo,
sino en desgastar al oponente rodeándolo. Dominan el mimetismo, adaptándose a
cualquier situación sin cambiar su esencia. Modifican las apariencias, pero
jamás el contenido. Lo que antes tildaron de barbarie, mañana lo ofrecen como
virtud, y lo que antes arrasaron con bombas, hoy lo reconstruyen con préstamos.
La constante es la misma: la autopreservación de un sistema que nunca se
expone, evitando la valentía auténtica y reemplazándola con astucia
premeditada.
Ante las acusaciones, niegan con
un descaro casi digno de admiración. Distorsionar la verdad es algo natural
para ellos: pueden asegurar lo opuesto a lo evidente sin inmutarse. Y lo hacen
con tal desenvoltura que el oyente, confundido, empieza a cuestionar su propia
percepción. Ahí radica su verdadero poder: no en la fuerza bruta, sino en la
manipulación mental. Han elevado la falta de vergüenza a un rasgo cultural, una
especie de sofisticación en la mentira que ya no precisa disimulo. El descaro
se transformó en su modus operandi.
Su táctica cultural es un
auténtico experimento de inversión de valores. Cobardes de sofá se disfrazan de
héroes, mientras que aquellos que actúan con integridad y dedicación son
ridiculizados como ingenuos. Los agentes de bolsa y especuladores, esos parásitos
de la economía, se reinventan como filántropos, incluso como “revolucionarios
de despacho”, mientras que los trabajadores son tratados como números
desechables. Lo chabacano, lo trivial y lo repugnante se celebra como arte
innovador, mientras que lo genuino y hermoso se degrada como kitsch, como si la
sensibilidad estética innata de la gente fuera un error que hay que enmendar.
La manipulación cultural es tan metódica que logra que las sociedades asuman su
propia decadencia como progreso.
El tinglado político no se queda
atrás en retorcimiento. Enarbolando la bandera de la democracia y la libertad,
los anglosajones han construido el sistema de plutocracia global más rebuscado
que existe. Hablan de derechos humanos mientras tapan a dictadores que les son
útiles; rezan la letanía de la tolerancia mientras imponen culturas uniformes;
pregonan pluralidad mientras diseminan un mismo dogma ideológico con la
persistencia de un veneno que gotea sin parar. La propaganda anglosajona no
busca tanto convencer, sino más bien copar el espacio: machacar hasta que la
verdad auténtica quede sepultada bajo toneladas de titulares y eslóganes
vacíos.
La jugada maestra ha sido hacernos creer que ellos y sus propios adversarios, los grupos ‘woke’, los conservadores de toda la vida, los cristianos sionistas, son agua y aceite, cuando en realidad todos son piezas de la misma maquinaria. Se llevan la contraria, discuten y se enzarzan en broncas públicas, debates televisados o en las redes sociales. Pero, una vez cruzan sus fronteras, esa diversidad de pareceres se convierte en un mensaje único: la hegemonía cultural, económica y mediática anglosajona. Cada grupo, aunque parezca estar a la greña, contribuye al mismo fin: sostener el relato global a favor de los intereses de la élite. Lo que el público ve como división interna es puro teatro; lo que el mundo recibe es la misma cantinela, sincronizada, uniforme, implacable.
Durante décadas, las élites
financieras de Nueva York, las bolsas de Londres y los lobbies de Washington
han representado ante el mundo un teatro de rivalidades cuidadosamente
construidas. Se las dan de moralistas y guardianes de la ética global, predicando
democracia y transparencia, mientras lavan dinero de mafias, trafican con
diamantes de sangre y financian redes de narcotráfico. La putrefacción es de
horror: lo que venden como valores, libertad y progreso no es más que una
fachada para sostener una maquinaria global de corrupción y dominación,
mientras a escondidas se hacían favores, intercambiaban recursos e intereses.
Son actores consumados: Wall Street inventa historias, la prensa londinense las
propaga y Hollywood las convierte en cuentos de héroes para el consumo mundial.
El resultado es invariable: la opinión pública mundial se ve atrapada en un
espectáculo de sombras, incapaz de distinguir lo real de lo inventado.
El que sabe mirar detecta un
patrón psicológico: la inversión sistemática de papeles. El invasor se hace
pasar por libertador, el saqueador por constructor de democracia. Y cuando
alguien se atreve a quitarles la careta, la respuesta no es reflexión, sino un
berrinche teatral. Se indignan con aspavientos estudiados, repiten acusaciones
que ya se saben de memoria, sueltan insultos de manual. Es la misma canción de
siempre, con la letra cambiada según la época. Lo que a algunos les puede sonar
a espontáneo, para el ojo avizor es una coreografía más que vista.
La influencia cultural
anglosajona actúa como un ácido lento: inmoviliza a las comunidades. Las
embelesa, crea divisiones, socava la fe en su propia esencia. Tras años bajo
este influjo, las sociedades confunden lo genuino con lo artificial. Si un
pueblo duda de sí mismo, la conquista militar es innecesaria: se rinde,
creyendo que su cultura, arte y estilo de vida siempre fueron inferiores. El
mayor logro de esta maquinaria es que los oprimidos celebren su propia derrota.
Pero la historia revela que toda
fachada se agrieta. La desfachatez prospera en la ignorancia, pero al
despertar, los pueblos ven que lo universal era solo un interés oculto. Este
despertar siempre llega con el mismo clamor: “¡Son responsables!”. No por un
veredicto judicial, sino por la innegable evidencia acumulada. Y cuando el
juicio ocurre, el disfraz ya no sirve. Las máscaras se caen, los guiones fallan
y el sistema se expone al desprecio de quienes intentó engañar.
Lo curioso es que los
anglosajones creen en la eternidad de este método. Confían en su habilidad para
distorsionar historias, transformando fracasos en triunfos mediáticos eternos.
No ven que su propia táctica contiene la semilla de su caída. Un pueblo que
vive de apariencias, que depende de la mentira, pierde la capacidad de
enfrentar la verdad. Cuando sus ciudadanos duden de sus relatos, toda la
estructura se derrumbará como un espejismo.
Y entonces, cuando llegue ese
momento crucial e inevitable, ninguna forma de manipulación podrá protegerlos.
Ningún artículo de opinión del famoso periódico, ningún anuncio oficial del
gobierno, ninguna noticia de la cadena británica podrá ocultar la realidad
innegable. La evaluación será objetiva, estricta e irreversible. Los que
siguieron el ejemplo serán evaluados no por sus palabras, sino por sus
acciones. Y la decisión final, aunque se demore, será compartida por todos: la
simulación de los países de habla inglesa habrá terminado.
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