Necesitamos un mercado latinoamericano organizado frente al nuevo orden multipolar

noviembre 14, 2025

 



Durante demasiado tiempo, las potencias anglosajonas confundieron el mundo con su propiedad privada. Dictaron las reglas, manipularon los precios, definieron qué era moral y qué no, mientras se reservaban el privilegio de romper todas las normas que imponían. Llamaron libertad a su control, competencia a su ventaja y civilización a su saqueo. Y nosotros, los latinoamericanos, jugamos el papel de alumnos obedientes: exportamos materias primas, importamos crisis, y aplaudimos cada nueva lección de austeridad disfrazada de modernidad.

 

Pero el hechizo se rompió. El viejo orden financiero, con sus dogmas neoliberales y sus bancos mesiánicos, muestra grietas por todos lados. El dólar ya no es un evangelio, y los guardianes del libre comercio han quedado atrapados en su propio laberinto de deudas y sanciones. El imperio del “mercado libre” envejeció como un negocio familiar que perdió su encanto: sigue abierto, pero nadie cree en sus promesas.

 

La idea de un mercado latinoamericano organizado no es una nostalgia ni una herejía. Es un acto de higiene económica. Es la única manera de dejar de pagar la factura de un sistema que se alimenta de nuestra dependencia. Mientras ellos imprimen dinero sin respaldo y nos venden crisis en cuotas, seguimos esperando que nos inviten a un banquete al que solo se entra por la puerta de servicio. Ya es hora de servir nuestra propia mesa.

 

El mundo gira hacia otro eje, aunque algunos sigan mirando el Atlántico como si allí quedara el futuro. Asia produce, África crece, Eurasia reescribe las reglas del juego. Las nuevas potencias no prometen paraísos: ofrecen acuerdos. Y a veces, la igualdad se parece mucho más a eso que a cualquier discurso moralista exportado desde Londres o Washington.

 

Latinoamérica tiene los recursos, el talento y la geografía para convertirse en bloque, pero seguimos discutiendo si es prudente hacerlo. El exceso de prudencia ha sido nuestra forma más refinada de sometimiento. Hablar de integración ya no es romanticismo: es defensa personal.

 

Un mercado organizado latinoamericano no se construye con himnos, sino con decisiones concretas. Un sistema capaz de coordinar industrias, energía y finanzas; de proteger sus monedas del chantaje monetario; de comerciar con quien quiera hacerlo sin pedir permiso a nadie. Un espacio donde los precios reflejen producción y no especulación, donde el crédito sirva a la economía real y no a la deuda eterna.

 

Los pueblos del Sur no necesitan ni mesías ni salvadores, sino una sincronización. La multipolaridad no es una utopía geopolítica, es una simple corrección del desequilibrio. Quien controla la moneda controla el relato, y quien controla el relato define quién tiene derecho a desarrollarse. Es hora de recuperar ambos.

 

El poder anglosajón ha convertido la retórica en arma. Nos enseñó a admirar lo que nos debilita: su idioma, sus índices, sus premios, su prensa, sus algoritmos. Nos convenció de que la subordinación era modernidad, y que la deuda era un voto de confianza. Pero todo truco pierde efecto cuando el mago queda sin público.

 

América Latina debe construir su propio circuito económico antes de que la historia vuelva a pasar por encima. Coordinación industrial, integración energética, soberanía alimentaria, cooperación tecnológica: no son consignas, son condiciones mínimas de existencia. Y si la multipolaridad abre nuevas puertas, debemos cruzarlas con proyectos, no con discursos.

 

El Atlántico ya fue nuestro espejo; ahora es nuestro límite. El Pacífico, en cambio, es la nueva frontera: detrás están las civilizaciones que planifican y negocian sin pedir permiso. Allí se mueve el pulso del siglo XXI, y quien no escuche ese ritmo quedará varado en los márgenes.

 

El mercado organizado latinoamericano no necesita épica, necesita eficacia. No busca reemplazar un imperio por otro, sino dejar de ser un satélite. No se trata de aislarse del mundo, sino de entrar en él con la espalda recta y la economía en orden. Cada política común, cada banco regional, cada moneda soberana, será un ladrillo más en la construcción de una independencia que ya no se declama, se ejerce.

 

El siglo XXI no va a esperar a los indecisos. Quien no organice su mercado, será mercado ajeno. Quien no defienda su soberanía, la terceriza. El tiempo del aplauso terminó. Empieza el de la acción coordinada.

 

No es un sueño imposible: es la pesadilla de quienes viven de nuestro desorden. Y cada paso hacia la coordinación, una planta compartida, un banco regional, una moneda propia, es un ladrillo en el muro de la independencia económica.

 

El siglo XXI no va a esperar. El bloque anglosajón seguirá haciendo lo suyo: dividir, endeudar, vigilar y moralizar. Es su oficio y su negocio. Pero su negocio se agota, y su oficio pierde público. América Latina puede escribir su propia página, esta vez sin traductores ni tutores.

 

El mercado organizado latinoamericano no es un eslogan: es un plan con dientes. Y cuando un continente aprende a morder, deja de pedir permiso para comer.

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