Por décadas, el discurso dominante en América Latina nos repitió que la democracia liberal representativa era el único camino hacia el desarrollo y la civilización. Con su maquinaria de elecciones periódicas, división de poderes y garantías individuales, esta fórmula, heredera del liberalismo europeo, prometía instituciones estables, libertad política y progreso. Sin embargo, en países como El Salvador, este modelo no solo ha fracasado, sino que ha generado las condiciones para que surja una nueva clase de regímenes: populares, autoritarios y profundamente respaldados por el pueblo.
La reciente reforma constitucional aprobada en julio de 2025
en El Salvador, que permite la reelección indefinida de Nayib Bukele y elimina
la segunda vuelta, ha sido leída por muchos como un paso hacia la dictadura. Y
es cierto: las instituciones salvadoreñas han sido capturadas, los contrapesos
eliminados y la Constitución modificada sin debate público. Pero no basta con
señalar con el dedo al autoritarismo. Es hora de preguntarse por qué este tipo
de gobiernos emergen una y otra vez, y por qué tienen tanto apoyo popular.
La respuesta incómoda es esta: la democracia liberal ha
dejado de representar a las mayorías, y cuando un sistema deja de ser útil al
pueblo, el pueblo busca una alternativa, aunque esta rompa con los cánones
clásicos de la libertad burguesa.
La democracia liberal: un sistema para las élites Desde sus
orígenes, la democracia liberal ha servido a una clase específica: la élite
económica y cultural que controla los medios, las finanzas y las instituciones
internacionales. En Latinoamérica, este modelo nunca fue más que una imitación
superficial del parlamentarismo europeo, una copia servil adaptada a nuestras
oligarquías locales. Las elecciones se convirtieron en rituales vacíos entre
partidos corruptos, y la "división de poderes" en una farsa donde el
Judicial y el Legislativo se intercambiaban favores.
En el caso salvadoreño, durante tres décadas Arena y el FMLN
alternaron el poder, prometiendo cambios que nunca llegaron. Lo que sí llegaron
fueron los pactos con pandillas, el colapso de la seguridad pública, la
corrupción a gran escala y una pobreza estructural que dejó a millones
abandonados. ¿De qué sirvió la democracia liberal? ¿A quién protegieron las
instituciones independientes? ¿A qué intereses respondió la prensa libre? A los
de siempre.
No es sorprendente que cuando apareció un líder como Bukele,
joven, eficaz, sin ataduras con los partidos tradicionales y con resultados
concretos en materia de seguridad, el pueblo lo siguiera con entusiasmo. Para
muchos salvadoreños, no se trataba de perder la democracia: se trataba de
conquistar, por fin, el control de su propio destino.
La reelección indefinida: ¿autoritarismo o justicia popular?
Los críticos denuncian que Bukele es un dictador porque
controla todos los poderes y busca perpetuarse. Pero esos mismos críticos
callaron durante años mientras sus “democracias liberales” robaban, pactaban
con criminales y protegían a corruptos bajo el manto de la legalidad.
Bukele, en cambio, tiene resultados que la democracia liberal
nunca tuvo: ha reducido drásticamente los homicidios, recuperado el control
territorial del Estado, mejorado la infraestructura y aplastado a las
estructuras del crimen. ¿Cómo no va a querer el pueblo que se quede? ¿Por qué
limitar a un líder que sí cumple, cuando los anteriores usaron los límites para
saquear?
La dictadura del voto frente a la oligarquía de la ley La
democracia liberal defiende la libertad individual, pero ha sido incapaz de
garantizar la libertad colectiva. Permite elegir, pero no transformar. Protege
derechos formales, pero no asegura justicia social. Lo que ha surgido en El Salvador,
y en otros países con trayectorias similares, es una democracia plebiscitaria,
donde el vínculo entre líder y pueblo es directo, sin intermediarios.
Los liberales lo llaman populismo, o incluso “fascismo”. Pero
en muchos sentidos, es una reacción natural contra un sistema percibido como
inútil. La gente está cansada de votar sin que nada cambie. Prefiere ahora a un
líder fuerte, aunque eso implique sacrificar ciertos rituales procedimentales.
Y no porque sea ignorante, sino porque sabe que los rituales de la democracia
no le sirvieron para comer, vivir seguro o tener futuro.
¿Dictadura, dictablanda o democradura?
Las categorías tradicionales no bastan. Bukele no es Pinochet
ni Hitler ni Polpot. No ha disuelto el Congreso, no ha abolido el sufragio, y
goza de niveles de popularidad que ya quisieran los políticos europeos. Tampoco
es una democracia plena, ya que no existen contrapesos reales. Lo que existe es
un nuevo modelo, que algunos llaman democradura: un sistema que combina
elecciones masivas con control total de los poderes. No hay libertad plena,
pero hay orden. No hay debate parlamentario, pero hay obras. No hay pluralismo
institucional, pero hay eficacia.
Este modelo no será el ideal de las democracias liberales,
pero sí parece responder mejor a las necesidades de sociedades rotas, con
instituciones en ruinas y élites cínicas.
¿Fracaso o evolución?
¿Significa esto que debemos aplaudir el autoritarismo? No
necesariamente. Pero sí debemos reconocer que la democracia liberal, como
modelo universal, está en crisis. Ya no convence, ya no transforma, ya no
representa. Su colapso no es un accidente, sino una consecuencia de su propia
incoherencia. No hay peor enemigo de la libertad que un sistema que la invoca
mientras protege privilegios.
En lugar de escandalizarnos por la reelección de Bukele,
deberíamos preguntarnos: ¿qué hicimos mal para que la gente prefiera a un
“dictador cool” antes que a nuestros tecnócratas demócratas? ¿Por qué prefiere
eficacia antes que legalidad? ¿Y por qué, cuando se trata de defender la
“institucionalidad”, los únicos que la defienden son los que la vaciaron?
El Salvador no enterró su democracia. Enterró un cadáver.
Bukele solo vino a colocar la lápida. Y si el resto de Latinoamérica no quiere
seguir el mismo camino, será mejor que deje de defender las formas vacías y
empiece a escuchar el grito de fondo: el pueblo no quiere democracia liberal.
Quiere justicia, orden y dignidad. Y eso, hoy por hoy, se lo están dando los
nuevos autoritarismos.