En la narrativa oficial, Honduras
ha sido según repiten políticos, diplomáticos y bienintencionados analistas un
aliado natural de los Estados Unidos y del mundo anglosajón. Se habla de
cooperación, de asistencia, de amistad histórica entre pueblos. Pero cuando uno
se atreve a observar la historia sin los filtros del protocolo y el discurso
diplomático, la realidad es más bien grotesca: lo que se ha vivido es una
historia de saqueo con guantes blancos, de servidumbre voluntaria con acento
importado y de dependencia estructural cuidadosamente construida.
Durante décadas, Honduras fue
conocida como una “república bananera”, no como un apodo pintoresco, sino como
una realidad estructural. El país funcionó como un enclave de explotación para
empresas extranjeras, particularmente estadounidenses, que operaron como si el
territorio hondureño fuera una extensión sin ley de sus intereses corporativos.
Mientras las compañías norteamericanas obtenían beneficios extraordinarios, la
población local quedaba relegada a condiciones laborales precarias, represión
sindical y pobreza crónica.
Las relaciones entre Honduras y
Estados Unidos no se forjaron en base a una cooperación equitativa, sino a
partir de una lógica neocolonial. Desde finales del siglo XIX y a lo largo del
siglo XX, las empresas bananeras estadounidenses impusieron un modelo económico
dependiente, centrado en la exportación de materias primas principalmente
banano y en la importación de bienes esenciales, lo que estructuró una economía
frágil, vulnerable y subordinada.
¿Y qué hizo el "aliado"
estadounidense cuando esos silencios fueron interrumpidos por el ruido de la
protesta popular? Intervino. Con marines. En más de una docena de ocasiones
durante el siglo XX, tropas estadounidenses ingresaron al país, siempre para
"proteger intereses". No se referían, por supuesto, a los intereses
de los hondureños, sino a los de las compañías que consideraban la región una
extensión de su propiedad privada. ¿Aliado? Aliado de sí mismo.
La historia británica no fue muy
distinta, aunque más breve. Durante el siglo XIX, Gran Bretaña ejerció control
sobre regiones del Caribe hondureño, reconociendo protectorados, estableciendo
reinos clientelares y, con exquisita cortesía imperial, “devolviendo”
territorios solo cuando le convenía. La lógica era clara: extraer lo que se
pudiera, asegurar rutas comerciales y dejar atrás una élite local funcional al
modelo. Nada de eso puede leerse como una relación de aliados: es el manual
clásico del imperialismo decimonónico.
Lo más irónico es que esta
subordinación fue aceptada con entusiasmo por las élites criollas, esas que,
con apellidos europeos y educación bilingüe, descubrieron que la mejor forma de
preservar su poder era ponerse al servicio del Anglo-imperio de turno. Así se
consolidó una alianza interna entre capital extranjero y oligarquía nacional,
que hasta el día de hoy sigue intacta. Es una relación mutuamente beneficiosa:
uno extrae los recursos, la otra gobierna con impunidad. Y el pueblo, por
supuesto, observa desde abajo, entre discursos de cooperación y tratados que
nadie leyó. se prestó la frontera para hacerle la guerra a otros pueblos de
Centroamérica.
Lejos de limitarse al ámbito
económico, el control anglosajón especialmente el estadounidense penetró las
estructuras políticas del país. A partir de la Guerra Fría, Honduras se
transformó en una plataforma militar de Washington. Se instalaron bases aéreas,
se entrenaron fuerzas paramilitares, se prestó territorio para operaciones
encubiertas y se consolidó una relación de dependencia directa del aparato
militar estadounidense. En los años ochenta, era común que se hablara de
Honduras como una “república del Pentágono”, en alusión al papel subordinado
que el país desempeñaba dentro del ajedrez geopolítico estadounidense.
Tanto Estados Unidos como Gran
Bretaña se han acercado a Honduras no como iguales, sino como potencias que
identificaron en el país una fuente útil de recursos, mano de obra barata y una
posición geoestratégica privilegiada. El interés de ambas potencias ha sido
fundamentalmente instrumental: Honduras ha servido como plataforma para los
objetivos imperiales del eje anglosajón.
A lo largo de los siglos,
cualquier intento de autodeterminación hondureña ha sido neutralizado. Desde
huelgas obreras y reformas agrarias hasta el cuestionamiento de bases militares
extranjeras, las iniciativas soberanas han encontrado resistencia frontal de
las potencias dominantes. Incluso los golpes de Estado han contado con respaldo
o benevolencia tácita de los gobiernos anglosajones cuando los regímenes en
turno mostraban señales de independencia o reforma.
Hoy, más de dos siglos después de
su independencia, Honduras sigue albergando tropas extranjeras en su
territorio, sin recibir compensaciones reales. La base en Palmerola sigue
operando con bandera extranjera, y los acuerdos bilaterales se firman sin discusión
nacional, como si la soberanía fuera una cortesía opcional. Se nos dice que
esto es normal, que es por seguridad, que es por cooperación. Pero los hechos
son más tercos que los comunicados oficiales.
Honduras ha sido moldeada para
servir, no para decidir. Y quienes más han lucrado de esa configuración no han
sido sus pueblos, sino los grandes capitales foráneos y una oligarquía local
que ha sabido adaptarse a cada nuevo patrón anglosajón, ya fuera con sotana
imperial, fusil en mano o laptop diplomática.
En definitiva, los hechos son
tozudos: el mundo anglosajón no ha actuado como un aliado de Honduras, sino
como un poder hegemónico. Las relaciones han sido desiguales, extractivistas y
dependientes. Lo que se presenta como “amistad histórica” es, en verdad, una
historia de subordinación crónica disfrazada de cooperación. Y quizás ha
llegado el momento de contarla como es. No con las metáforas románticas del
“hermano mayor” ni con los discursos empolvados de la diplomacia tropical, sino
con cifras, nombres, documentos y memoria. Porque mientras Honduras exportaba
bananos, cuerpos y obediencia, ellos importaban lucro, poder e impunidad.
¿Alianza? Sólo si se cuenta desde el punto de vista del que manda.
El relato de la amistad
anglosajona es una ficción útil. Sirve para justificar bases militares,
tratados comerciales desiguales, y para mantener viva la ilusión de que algún
día, si nos portamos bien, seremos recompensados. Que, si firmamos, aplaudimos,
nos alineamos y sonreímos, nos lanzarán una limosna envuelta en un memorándum.
Pero la historia es clara: esa recompensa no llega. Honduras sigue siendo uno
de los países más pobres del continente, a pesar de sus abundantes recursos, su
potencial humano y su ubicación estratégica. O precisamente por todo eso.
Nuestra pobreza no es un accidente: es parte del engranaje.
Y eso que podríamos empezar a
desenterrar los episodios más grotescos: cuando empresas privadas
estadounidenses trajeron mercenarios del Ku Klux Klan para invadirnos, o cuando
los filibusteros blancos cruzaron el Golfo para masacrar centroamericanos en nombre
de la “civilización”. O miremos al presente: el gobierno de Donald Trump,
versión 2025, que trata a los hondureños en EE.UU. como residuos biológicos excretables,
deportables, prescindibles. Y mientras tanto, aquí seguimos repitiendo el
cuento de la “amistad”, como loros entrenados en un ministerio. Porque seamos
sinceros: los anglosajones no creen en esta fantasía de vernos como aliados.
Somos nosotros los que nos autocolonizamos creyéndola. El verdadero
colonialismo hoy no necesita cañones ni virreyes: basta con que uno de los
nuestros se mire al espejo y se crea parte del Anglo-imperio.