Centroamérica no está estancada: duerme plácidamente en su propia ciénaga.
Mientras seguimos atrapados en debates estériles, si Bukele es un genio o un
dictador, si tal presidente es de “izquierda auténtica” o simplemente otro
populista, si la reelección es legítima o un atentado a la democracia, el mundo
avanza. Y no me refiero solo al “desarrollado”. En África Occidental, tres
países empobrecidos, sancionados y asolados por la violencia han hecho lo que
aquí sería considerado casi terrorismo político: unirse de verdad. No en
comités técnicos ni en foros patrocinados por la cooperación internacional. Se
unieron por necesidad, y en dos años construyeron lo que Centroamérica no ha
logrado en dos siglos.
Pero claro, ¿a quién le importa
África en esta región donde el latinoamericano promedio, y el centroamericano
en particular, puede recitar la alineación de bandas K-pop, opinar con soltura
sobre demócratas y republicanos como si votara en Washington, y asegurar que
“en París se vive diferente” tras tres semanas de tour con Airbnb? Sabemos qué
serie arrasa en Corea, qué app lanzó Silicon Valley esta semana y qué
influencer berlinesa ofrece “contenido de valor”, pero ¿qué sabemos del
continente con mayor crecimiento demográfico y proyección geoestratégica del
planeta? Nada. Cero. África no existe para nosotros, salvo como telón de fondo
exótico en campañas de ONG o en documentales de Netflix.
Mientras aquí seguimos discutiendo si la independencia fue en 1821 o en 1823, si tal prócer era conservador o liberal, si el SICA sirve o no sirve, esos tres países devastados acaban de hacer historia. Con gobiernos militares, bajo sanciones, acosados por insurgencias, sin salida estable al mar y con economías colapsadas, formaron una confederación política real. Y lo hicieron en menos de dos años. Sí, en menos de dos años. Mientras nosotros llevamos más de un siglo hablando de “la patria grande” y aún no logramos ni ponernos de acuerdo para coordinar una cita entre presidentes.
El resultado: la Confederación de
los Estados del Sahel (CES), una alianza que, aunque nacida en medio de la
inestabilidad y el fuego cruzado, se atrevió a hacer lo que en Centroamérica
sería impensable antes de que se levanten veinte tecnócratas, quince cámaras
empresariales y un embajador gringo: nacionalizar, federalizar y declarar
independencia monetaria. Y todo esto mientras nosotros seguimos peleándonos por
la Secretaría del SICA y por quién tiene más visas rechazadas en la embajada
estadounidense.
Resulta profundamente revelador,
y debería ser motivo de autocrítica regional que tres países del Sahel,
dirigidos por juntas militares surgidas de golpes de Estado, logren en menos de
dos años lo que Centroamérica no ha podido hacer en más de tres décadas:
avanzar hacia una verdadera integración. Mientras el Sistema de la Integración
Centroamericana (SICA) sigue atrapado en su pantano institucional, repitiendo
los mismos discursos desde 1991 como un casete rayado, Malí, Burkina Faso y
Níger decidieron que, si el mundo les da la espalda, al menos entre ellos
caminarán de frente.
En cambio, nosotros en
Centroamérica seguimos siendo la región más fragmentada, más intervenida, y más
colonizada mentalmente del continente americano. ¿Unión económica? Apenas
sobrevivimos al CAFTA. ¿Unión política? El SICA es un club diplomático decorativo
donde nadie se toma en serio ni los comunicados. ¿Moneda común? ¿Integración
fiscal? Ni en sueños.
Mientras el Sahel dice “basta” y construye poder, nosotros seguimos actuando como lo que somos: el patio trasero más disciplinado y sumiso del hemisferio occidental.
Similitudes que deberían
incomodarnos
Porque lo más revelador no es que
el Sahel se haya unido, sino que lo haya hecho a pesar de tener los mismos o
peores problemas que nosotros:
Ø
Intervenciones extranjeras: ellos por parte de Francia y Estados Unidos;
nosotros por parte de Estados Unidos y empresas transnacionales desde hace más
de un siglo.
Ø
Economías frágiles: ellos dependen del uranio, del algodón y de la ayuda
internacional; nosotros de remesas, maquilas y monocultivos.
Ø
Inestabilidad política: ellos han tenido golpes de Estado militares; nosotros
tenemos democracias que apenas se sostienen con escándalos, fraudes y pactos
con mafias.
Ø
Crisis sociales: ellos sufren terrorismo y desplazamiento interno; nosotros
migramos en caravanas, cruzamos desiertos y entregamos niños al crimen
organizado.
Ø Pero ellos, con todo eso encima, se atrevieron a hacer algo impensable: unirse para sobrevivir. Nosotros, con condiciones mucho más estables, seguimos compitiendo por ver quién le cae mejor al embajador gringo de turno.
Lecciones para Centroamérica
En Centroamérica solemos mirar a
África con una mezcla de lástima, distancia y arrogancia. Lo vemos como un
continente lejano, marcado por guerras, pobreza y crisis, pero rara vez como un
espejo en el que podríamos, y deberíamos, reconocernos. Esta ignorancia cómoda
es un lujo imperialista que ya no podemos darnos. Especialmente cuando el
Sahel, una de las regiones más golpeadas del mundo, ha comenzado a mostrar
señales de algo que en nuestra región escasea: voluntad política real.
La Comunidad de Estados del Sahel
(CES) nació el 6 de julio de 2024, pero su gestación comenzó en septiembre de
2023, cuando Malí, Burkina Faso y Níger firmaron el tratado de Liptako-Gourma.
Su lógica fue brutalmente honesta: “Si nos van a sancionar por rebelarnos, al
menos saquémosle jugo a la rebelión.” Y eso hicieron. En apenas un año, han
demostrado que la integración regional no necesita aplausos de Bruselas ni
fondos de la USAID. Lo que necesita es cojones, visión y, al parecer, una buena
dosis de hartazgo.
Entre sus logros:
Crecimiento del PIB a ritmos
escandalosos (Níger cerca del 10%, Burkina Faso rondando el 5.5%), mientras el
BCIE en Centroamérica celebra “crecimientos resilientes” que apenas superan el
estancamiento.
Creación de un Banco Confederal
con 500 mil millones de FCFA, sin intervención del BIS ni aprobación de la
OCDE.
Fuerza militar conjunta de 5,000
efectivos lista para enfrentar amenazas sin esperar a los cascos azules de la
ONU.
Nacionalización de recursos
mineros sin pedir permiso, sin foros interminables ni consultas tuteladas por
ONGs europeas.
Todo esto bajo regímenes
militares que, desde la óptica liberal, son poco presentables. Pero
paradójicamente, han logrado más integración práctica que todos los foros de
presidentes centroamericanos en las últimas dos décadas.
Centroamérica: la región que
se resiste a aprender
Voluntad política real vs.
palabrería democrática: mientras en el Sahel se actúa, aquí se habla. Basta con
que alguien mencione una moneda común para que se desate una tormenta mediática
hablando de “amenazas al libre mercado” y “pérdida de soberanía”.
Objetivos tangibles vs.
aspiraciones abstractas: la CES construye bancos y ejércitos; el SICA organiza
simposios sobre “gobernanza climática” sin un solo plan regional para enfrentar
los huracanes que arrasan la región cada año.
Soberanía sobre recursos vs. entreguismo permanente: mientras los países del Sahel recuperan el control sobre sus minas, Centroamérica sigue rematando tierras, aguas y hasta su voz a Estados Unidos, Canadá y la UE.
Instituciones útiles vs. elefantes blancos: el
Banco de la CES tiene fondos reales y una misión clara.
El Parlacen no logra ni
asistencia completa de sus miembros, y cuando se reúne, lo hace para
intercambiar discursos vacíos que podrían enviarse por correo.
La diplomacia Sur-Sur no es un
lujo, es una urgencia. Centroamérica tiene más en común con el Sahel que con
Europa, pero se niega a verlo. Nos avergüenza reconocernos en el otro;
preferimos seguir siendo el “patio trasero” de alguien más antes que construir
alianzas entre iguales.
Y aquí entra lo más triste: la absoluta indiferencia
hacia África.
En toda Centroamérica no hay una
sola embajada africana. Las gestiones diplomáticas se hacen desde terceros
países. No existen vínculos económicos relevantes, ni programas académicos
significativos, ni misiones culturales permanentes. Es como si para nuestra
región África no existiera, salvo como escenario de desgracias.
¿Y sabes qué? Esa ceguera nos
está costando caro. África, con el mayor crecimiento demográfico del planeta,
se encamina a convertirse en el corazón del mundo en apenas dos décadas.
Mientras tanto, ellos construyen bloques regionales, redefinen alianzas y se
posicionan estratégicamente para lo que viene. Nosotros, en cambio, seguimos
atrapados en una miopía geopolítica crónica, aferrados a una visión provinciana
y dependiente, inclinados ante un Occidente al que no le importamos salvo como
portaaviones alquilado o peón de tablero.
Si el
Sahel puede, nosotros no tenemos excusa
Centroamérica está moralmente obligada a observar con
humildad lo que ha ocurrido en África Occidental. Mientras nosotros repetimos
discursos huecos sobre integración y desarrollo, África está levantando su voz
y construyendo alianzas reales, desde el suelo, con dignidad y decisión. Lo del
Sahel no es un milagro: es una señal. Una advertencia. Una bofetada.
La Comunidad de Estados del Sahel (CES) ha demostrado que
incluso en contextos de crisis, con gobiernos cuestionados y realidades
complejas, la integración es posible si hay voluntad política, claridad de
objetivos y una pizca de valentía. Mientras tanto, Centroamérica, con todos sus
presidentes democráticamente electos, sigue atrapada en su laberinto de
papeles, protocolos y palabrería diplomática.
Y si no entendemos esta lección ahora, en diez años estaremos
igual o peor: solos, fragmentados, con nuestras élites mendigando TLCs y
nuestros pueblos huyendo en masa.
Tal vez lo único que nos falta es lo que el Sahel sí tuvo:
rabia, dignidad y decisión.