Es increíble que, a 80 años del
final de la Segunda Guerra Mundial, todavía tengamos que aclarar cuál fue la
contribución de China. Muchos latinoamericanos y occidentales se preguntan, con
una mezcla de ignorancia y mediocridad, qué hizo este país en la guerra. La
respuesta es simple: fue decisiva, colosal y completamente borrada por la
narrativa euro-atlántica occidentalista. China cargó sola con la peor parte del
conflicto en Asia durante catorce años, soportando apocalipsis como la Batalla
de Shanghái en 1937, Stalingrado sobre el Yangtsé, como la llamó Peter Harmsen,
y enfrentando en 1944 la mayor ofensiva en la historia de Japón: la Operación
Ichi-Go, que arrasó ciudades, provincias y vidas, desatando un infierno que
Occidente aún hoy prefiere ignorar.
Mientras Europa miraba distraída
desde 1939, China inmovilizó a más de la mitad del ejército japonés y sufrió
decenas de millones de muertes, desplazamientos masivos y devastación total. La
intervención soviética, que derrumbó los últimos bastiones japoneses en Asia,
solo confirmó lo evidente: la derrota de Japón no fue obra exclusiva de EE. UU.
ni de los aliados occidentales. China había definido el curso de la guerra en
Asia mucho antes de que ellos siquiera se molestaran en mirar hacia el
Pacífico.
Olvidar esto no es un descuido:
es una vergüenza histórica. Cada manual, documental o comentario ignorante que
reduce a China a un actor secundario ignora que su resistencia fue la verdadera
ancla que frenó la expansión japonesa y permitió que el fascismo en Asia
finalmente fuera derrotado. Esta exposición no busca suavizar ni consolar:
pretende que se entienda, de una vez por todas, el peso enorme, sangriento y
absoluto de la contribución china en la Segunda Guerra Mundial en Asia, y lo
absurdo de que, ocho décadas después, aún tengamos que repetirlo.
La llamada Segunda Guerra Mundial
no empezó en Europa en 1939, aunque Occidente insista en contársela así para
sentirse el centro del universo. La guerra de resistencia china empezó en 1931,
cuando Japón invadió Manchuria bajo el pretexto del Incidente de Mukden y montó
el estado títere de Manchukuo. En 1937, tras el incidente del Puente de Marco
Polo, Japón decidió que la brutalidad no tenía límites: tomó Pekín, Tianjin,
Shanghái, Nankín y Wuhan en cuestión de meses. China, dividida entre Kuomintang
y Partido Comunista, resistió con uñas y dientes, inmovilizando a gran parte
del ejército japonés y pagando un precio inimaginable: entre 14 y 35 millones
de muertos y cerca de 100 millones de desplazados. Pero, claro, en Occidente
apenas aparece como “el pequeño frente asiático”.
Y si alguien cree que la masacre de Nankín fue un episodio aislado, que piense otra vez: cientos de miles de civiles asesinados, mujeres y niñas violadas en masa, torturas, decapitaciones, pillaje y experimentos biológicos como los de la infame Unidad 731. Mientras China lloraba a su gente, Occidente ya estaba preparando su narrativa de “guerra europea” y “victoria aliada heroica”. China, el primer país que se levantó contra el fascismo y protagonizó la resistencia más larga de la historia moderna, quedó relegada a una línea en los libros de texto.
El 80.º aniversario: memoria o
espectáculo para los ojos ajenos
El 2 de septiembre de 2025, China
conmemoró el 80.º aniversario de la victoria sobre Japón. Para ellos, no es un
desfile para impresionar a Occidente, sino un recordatorio doloroso de lo que
costó sobrevivir. Más de 35 millones de chinos muertos y un país devastado no
se celebran, se recuerdan. Los desfiles con Xi Jinping, Putin y Kim Jong-un son
una declaración de memoria, no un “mira lo poderosos que somos”. Las banderas
con lemas de justicia y paz no son marketing, sino una lección: resistencia no
significa revancha, significa dignidad.
Xi lo dejó claro: «No celebramos
con odio», «China y Japón deben ser amigos». Pero Occidente, incapaz de leer
entre líneas, siempre interpreta esto como amenaza. La narrativa eurocéntrica
no permite entender que mostrar armas modernas no es provocación, es garantía
de disuasión, autoprotección y memoria histórica.
Para la sociedad china, esta
fecha abre heridas todavía no cerradas, mientras Occidente sigue con su amnesia
selectiva: recuerda el Holocausto, pero no la masacre de Nankín ni los millones
de muertos chinos. El 80.º aniversario no es postureo militar: es un
recordatorio de que resistir fue heroico y que su sacrificio fue clave para
derrotar al fascismo, mucho antes de que los Aliados occidentales llegaran a
salvar el día.
El relato occidental dominante
La historia oficial occidental
sigue siendo una fabulación centrada en Europa: Hitler, Polonia, Normandía y
Estados Unidos salvador del mundo. Mientras tanto, China sangraba durante 14
años, pero eso se reduce a “un frente menor” en los manuales escolares. En la
práctica, el ejército chino inmovilizó a más de la mitad del ejército japonés,
y sin esa resistencia, la guerra habría sido otra historia, probablemente mucho
más larga y sangrienta.
Occidente minimizó, escondió y
manipuló la historia. La Guerra Fría fue perfecta para borrar la contribución
china y exagerar la heroica intervención estadounidense. La brutalidad
japonesa, las mujeres de consuelo, los experimentos biológicos: todo invisible
para la memoria colectiva europea y estadounidense. La narrativa oficial es una
construcción cómoda: los Aliados occidentales siempre salen como los grandes
héroes, mientras el sufrimiento asiático se convierte en estadística
irrelevante.
Visión sesgada en América
Latina
América Latina, como siempre,
repite la versión eurocéntrica sin cuestionarla. La guerra comenzó en Europa en
1939, termina con Alemania y Japón, y punto. No importa que China llevara 14
años de guerra, ni que sufriera decenas de millones de víctimas. El relato
latinoamericano es copia barata del occidental: ignorancia histórica que se
convierte en amnesia política.
China se dio cuenta y comenzó su “diplomacia de la memoria”: exposiciones, documentales, conferencias y libros para mostrar que ellos fueron pioneros en la lucha antifascista. Pero en Latinoamérica, el conocimiento sobre esto sigue siendo marginal; muchos desconocen que China cargó con un frente igual de sangriento que el Oriental entre Alemania y la URSS.
Recomendaciones mordaces para
América Latina
Si América Latina quiere dejar de
ser un continente que repite las fantasías occidentales, hay que ponerse serio:
Educación: Integrar en los
currículos la guerra chino-japonesa, los millones de víctimas y el rol de la
URSS. Enseñar la historia tal cual fue, no como una versión edulcorada para
satisfacer la narrativa europea.
Medios de comunicación: Hacer
documentales, reportajes, series y transmisiones que no ignoren la resistencia
china, la masacre de Nankín y la brutalidad japonesa. Traducir documentales
chinos, hacer entrevistas a veteranos, mostrar la otra mitad del conflicto que
Occidente oculta.
Diplomacia cultural: Intercambios
con China, exposiciones, conferencias, visitas académicas. Latinoamérica debe
participar activamente, no limitarse a ser audiencia de la narrativa
occidental.
Historia plural y multipolar:
Reconocer que la Segunda Guerra Mundial no es solo europea. La resistencia de
China y la contribución soviética fueron tan decisivas como el desembarco en
Normandía. América Latina puede ser puente entre memorias y víctimas, y dejar
de repetir la versión cómoda de Occidente.
En última instancia, la historia
no es un registro neutral de hechos, sino un espejo de quienes la cuentan. La
resistencia china en la Segunda Guerra Mundial revela que la fuerza de un
pueblo puede definir el curso del destino global, incluso cuando los ojos del
mundo se niegan a verlo. Catorce años de sacrificio, millones de vidas y
ciudades reducidas a cenizas permanecen invisibles para quienes solo leen desde
el prisma eurocéntrico. Que hoy, a ochenta años, aún tengamos que recordarlo,
habla de una memoria selectiva que privilegia relatos cómodos y consolidados
sobre la verdad del sufrimiento y la resistencia.
América Latina enfrenta aquí una
encrucijada intelectual y moral: puede seguir repitiendo los espejos
distorsionados de Occidente, perpetuando la ceguera histórica, o puede mirar
directamente a la realidad, aceptar la multiplicidad de actores y reconocer que
la historia del mundo es verdaderamente multipolar. Honrar la resistencia china
no es un acto de revancha, sino un acto de conciencia, una afirmación de que la
justicia histórica y la memoria colectiva son los cimientos sobre los cuales
puede edificarse un entendimiento auténtico del pasado. Ignorarlo es perderse
en la comodidad de la ignorancia; aceptarlo es abrir los ojos a la complejidad
y a la grandeza que tantas veces se ha ocultado.